El estado de inquietud, de
excitación, de agitación nerviosa de la opinión pública conservadora en Uruguay
puede constatarse sin dificultad, desde hace mucho tiempo, en ese micromundo
extraño que son las redes sociales de Internet. Desde sus perfiles de Facebook
y Twitter los políticos, militantes y simpatizantes de los partidos tradicionales
uruguayos anuncian un día sí y otro también catástrofes hiperbólicas: violencia
criminal desbocada, colapso de las instituciones públicas, caos social y creciente
autoritarismo político. En fin, un panorama que no podría ser más aterrador.
Una mezcla del totalitarismo de Mil Novecientos Ochenta y Cuatro de George
Orwell y el caos posapocalíptico de Mad Max.
En esta línea, el expresidente Jorge Batlle, en una columna de opinión publicada esta semana en
su Facebook, acusó al Frente Amplio de estar socavando la democracia desde las
propias instituciones del Estado. Sostuvo que la izquierda busca suprimir la
libertad individual, la libertad de los medios de comunicación y la
independencia del Poder Judicial. Dijo, en suma, que el partido de gobierno
busca instalar un sistema dictatorial. También las páginas editoriales de los
periódicos conservadores aportan lo suyo. La semana pasada, por ejemplo, el
profesor Pablo da Silveira se preguntaba desde su columna habitual de los martes
en el diario El País qué actitud adoptará el Frente Amplio cuando algún día le
toque dejar el gobierno. Esta semana escribió que la izquierda uruguaya
desprecia las instituciones democráticas y que sólo les asigna un limitado valor
instrumental en la medida en que sirvan y respondan a determinados intereses de
clase.
Ahora bien, así como circula
en medios conservadores esta visión apocalíptica, circula también en medios
liberal-igualitarios o progresistas una visión edulcorada: Uruguay como una
gran fuente de emanación de ideas transformadoras e innovaciones sociales. Esta
literatura celebratoria sigue muchas veces las líneas del viejo mito de la excepcionalidad
uruguaya, la tibia Arcadia del Sur, la sociedad hiperintegrada, el país de
cercanías. Veamos un ejemplo reciente, sólo como botón de muestra: un artículo
de la socióloga argentina Alicia Lissidini y el ingeniero agrónomo uruguayo
Eduardo Blasina publicado la semana pasada en el blog Con Distintos Acentos,
dedicado a la reflexión sobre América Latina.
Lissidini y Blasina dicen: “En
la segunda década del siglo XXI, Uruguay parece generar un segundo polo de
transformaciones a través de la aprobación de las tres grandes libertades que
ha venido planteado la agenda de derechos en los últimos 50 años: legalización
del aborto, final de las discriminaciones a las minorías sexuales terminando
con las diferencias entre casamientos entre personas del mismo o de diferente
sexo y legalización de la marihuana. Las mujeres ganan el derecho a elegir
plenamente cuántos hijos tener, las personas pueden disfrutar de una vida
afectiva y sexual sin sufrir ninguna limitación de acuerdo a las opciones que
elijan y pueden finalmente elegir con que plantas relacionarse”.
Y se preguntan: “¿Por qué
Uruguay asume un papel de vanguardia en este proceso de cambio de paradigma?”.
A lo que responden: “José Batlle y Ordóñez, el presidente que sentó las bases
culturales del Uruguay del siglo XX, supo muy tempranamente que Uruguay sólo
podría distinguirse en el mundo ‘por lo racional y avanzado de sus leyes, por
su amplio espíritu de justicia… y por la intensidad y brillo de nuestra
cultura…’. Y actuó en consecuencia. [...] Uruguay se destacó entonces, ya en
desde el siglo XIX, por la adopción de una serie de derechos sociales,
políticos y laborales. El batllismo impulsó por un lado una política de
incremento de derechos legitimando demandas de los sindicatos y de las feministas.
Por otro encaró una serie de cambios destinados a evitar sufrimientos:
prohibición de corridas de toros y riñas de gallos así como de otras formas de
sufrimiento infligido a animales. Conjugó sensibilidad e innovación social.
Liberalismo, republicanismo y centralidad estatal se dieron cita en un discurso
democrático de reforma social que permitió al Uruguay ubicarse como la ‘Suiza
de América’. [...] El presidente José Mujica, quien asumió en el 2010, volvió a
poner a Uruguay en el mapa del mundo, a través de un nuevo salto en las
políticas de derechos al que sumó la crítica al materialismo entendido como
mero consumismo. [...] Mujica apeló, sin proponérselo, a los valores
posmateriales. Siguiendo a Christian Welzel y Ronald Inglehart [...] la nueva
tríada sería: recursos de acción, valores de autoexpresión e instituciones
democráticas. Las instituciones democráticas otorgan los derechos políticos y
civiles que permiten a los individuos moldear su vida pública y privada de
manera independiente; los recursos, en especial la educación, promueven el
pensamiento propio; y la orientación participativa hacia la sociedad y la
política, desarrolla la tolerancia y la igualdad”.
El problema con el mito de la
tibia Arcadia del Sur (tanto en su versión original como su remozada versión
progresista) no es tanto que sea falso, sino más bien que es peligroso. Funciona
como un analgésico o un sedante: no permite advertir las señales de peligro que
llegan a nosotros todo el tiempo.
Lissidini y Blasina no dicen
nada que sea falso. Ni siquiera ocultan el hecho de Uruguay tiene graves
problemas. Pero el acento en su discurso está puesto en la parte celebratoria
del relato. En la parte épica del asunto. Hay quienes piensan que eso es bueno
y necesario. Facundo Ponce de León, por ejemplo, en una columna en Montevideo
Portal hace dos semanas decía que Uruguay necesitaba una nueva épica para salir
adelante. En ese punto coincidía con el sociólogo Gustavo Leal, quien viene
diciendo desde hace años que los uruguayos necesitamos reafirmar la épica de “un
país de primera”.
En esta tibia Arcadia
progresista, en este “país de primera”, murió hace diez días una niña de 16
años. Era una de las chiquilinas del infame caso de la Casita del Parque, en Paysandú.
Murió electrocutada en su casa del barrio Las Brisas al abrir la heladera. El mismo
Uruguay progresista en que vivió la mitad de su vida y que no pudo evitar que
se prostituyera siendo todavía una niña no pudo evitar tampoco que muriera
electrocutada al abrir la heladera con los pies descalzos. Esa
niña, supuestamente, estaba en la mira de varias de las agencias de protección
social del Estado, porque su caso había trascendido al ámbito nacional y
judicial, algo que no le ocurre a la mayoría de las niñas y mujeres en su
situación. Eso no le sirvió para que el cable de su heladera tuviera una
conexión a tierra. Nadie espera que los males sociales se acaben de pronto.
Pero a veces parece que nos hemos olvidado de que están allí. Y ya van casi 9
años de gobiernos del Frente Amplio.
No, las cosas no están nada
bien. De hecho están bastante mal. No se trata de denunciar las catástrofes
hiperbólicas que denuncian la oposición política y la opinión pública
conservadora. No se trata de montar un espectáculo con ridículos presagios apocalípticos. Se trata de constatar mínimamente lo
que está pasando. Las señales de alerta llegan todo el tiempo y desde todas partes.
Lo que se necesita no es erigir una nueva épica. Lo que urge es tomarse en
serio esas señales.