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Una educación de tránsito lento

Nuestro sistema educativo viene diseñando un conjunto de programas relativamente novedosos orientados a fortalecer la transición de los alumnos desde la escuela primaria hacia el ciclo medio básico[1]. Todas estas iniciativas implican alguna forma de coordinación institucional entre distintos consejos de la ANEP (primaria, secundaria, educación técnico-profesional) y algunas de ellas, incluso, con otros organismos estatales como el Ministerio de Desarrollo Social. Aunque ha ocasionado relativamente pocos movimientos en las siempre turbulentas aguas del debate público, se trata probablemente de una de las noticias más auspiciosas de los últimos tiempos en relación a nuestra educación y a nuestros intentos por mejorarla. Parecería que finalmente hemos empezado a reaccionar –con un delay de algunas décadas, cierto- a un problema grave que hasta recientemente ni siquiera lográbamos enunciar, a pesar de que las evidencias estallaban ante nuestros ojos.

Todos los sistemas educativos del mundo se estructuran, de un modo u otro, sobre la base de un conjunto de transiciones entre grados y niveles académicos jerárquicamente organizados. La primera escolarización, la transición entre el nivel inicial y primario, entre la escuela y el liceo o UTU, entre la educación media y la superior constituyen en cualquier lugar y para la mayoría de las personas puntos de inflexión que comportan cambios más o menos dramáticos: en las expectativas asociadas a cada etapa, en las reglas de juego -incluidos los derechos y obligaciones-, en los formatos institucionales en que se organiza la educación o más concretamente en los propios centros a los que asisten los estudiantes, por mencionar los más evidentes. En otras palabras, las transiciones son por definición momentos particularmente críticos en la carrera de un alumno.

Uruguay no constituye un caso excepcional en este sentido. Sin embargo, la forma por demás sui generis en que hemos decidido organizar nuestro sistema educativo, en torno a un ente autónomo que se estructura en consejos desconcentrados, ellos mismos con altas autonomías, parece haber conspirado para que los efectos no deseados de las transiciones se maximicen, a costa de buena parte de nuestros estudiantes. Esta estructura ha favorecido que las orientaciones de política se hayan centrado, con mayor o menor acierto, en cada ciclo o modalidad pero con muy escasos grados de articulación respecto a los restantes. No se comprende de otra forma, por mencionar un ejemplo paradigmático, por qué el formato escolar óptimo que hemos encontrado para los niños de once años sea el de un maestro por alumno durante cuatro horas diarias los cinco días de la semana, pero que, a los doce, entendamos que resulta más conveniente aumentar el número de docentes a más de una docena. Solo este cambio, casi sin lugar a dudas el más abrupto de la carrera escolar, requiere de parte de los estudiantes el desarrollo de la capacidad de auto-administrar sus procesos de aprendizaje y sus estrategias de estudio (doce docentes, doce cuadernos, doce libros de texto, doce escritos…) y de integrar y dar coherencia a unos contenidos que se le ofrecen en forma ampliamente compartimentada y en base a criterios en el mejor de los casos coordinados pero no siempre comunes. Por alguna razón que no parece sustentarse ciertamente en la teoría pedagógica, hemos asumido que este aprendizaje, tanto o más complejo que los que exigen de por sí los cursos de Matemática o de Historia, lo realizará naturalmente el alumno en algún momento de sus felices vacaciones, entre el último día de escuela y el primero de liceo o UTU.

No existe ninguna razón sustantiva para suponer que los alumnos sean capaces por sí solos de superar con éxito estos cambios abruptos en el tipo –y no solo en el nivel- de exigencias que se les plantea en cada una de las transiciones. De hecho, todo indica que, en buena parte de los casos, no lo son. La evidencia disponible reafirma las enormes dificultades que experimentan los estudiantes uruguayos en cada una de las transiciones a que deben hacer frente en sus trayectorias escolares. En particular, el tránsito entre la escuela primaria y la educación media básica parece concebido como una broma de pésimo gusto. La proporción de muchachos que no logran superar con éxito el 1er. año en los liceos públicos del Uruguay es quince veces mayor –sí, quince, no es un error de tipeo, lamentablemente- a la de los alumnos que repiten 6º grado de primaria: cerca del 30% frente a menos del 2%, a pesar de que se trata casi exactamente de las mismas personas tres meses más tarde. En Montevideo, el panorama es sensiblemente más crítico: la repetición en 1º de liceo supera el 40%, es decir, es tan alta como la denunciada por la CIDE como una de las mayores de América Latina para la educación primaria… hace medio siglo. Esto supone que secundaria “genera” en un solo año la misma cantidad de rezago escolar que la acumulada a lo largo de todo el ciclo primario (de acuerdo a la Dirección de Investigación, Evaluación y Estadística de Codicen, aproximadamente el 30% de los alumnos de 6º grado tiene siete o más años de escolarización, en lugar de los seis que corresponderían a una trayectoria normativa). Las estimaciones realizadas en base a las encuestas de hogares indican, por su parte, un salto abrupto en la probabilidad de abandono escolar o desafiliación entre el egreso de primaria y la aprobación del primer grado en media y otro salto similar al ingreso al segundo ciclo.

A pesar de todo, hasta ayer las políticas educativas rara vez se han orientado a generar las condiciones mínimas para que estas experiencias resulten menos traumáticas. Los incipientes programas referidos al principio de la nota se orientan, básicamente, en el sentido correcto. Han visualizado un problema sustantivo y han comenzado a avanzar en la articulación de programas. No es poco, ciertamente. Habrá que esperar para valorar sus impactos, eventualmente ajustar lo que sea necesario y acumular aprendizajes institucionales sobre la marcha, siempre y cuando tengamos la sensatez de no discontinuarlos a la primera de cambio, como lamentablemente hemos hecho tantas veces en los últimos años.


Dicho lo cual, me pregunto si las políticas de transición serán capaces, de no mediar otras transformaciones importantes en la organización propia de cada uno de los ciclos, de contrarrestar la estructural desarticulación entre la enseñanza primaria y la educación media. En este plano, me temo que es difícil por ahora visualizar señales que alienten a mirar la mitad llena del vaso.

[1] Entre otros, cabe destacar el programa Interfase-Liceos Abiertos y el Plan de Tránsito entre Ciclos Educativos.



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