Contra la “Opinión Pública”


Nota de Guzmán Castro

“La opinión pública no existe”
Pierre Bourdieu (1972)i


A medida que la tarde del domingo 26 de octubre se hacía noche, quedaba en evidencia la vergonzosa distancia entre la “opinión pública” de las consultoras y la real participación de la ciudadanía en las urnas. En jaque ante la abultada subestimación del voto frenteamplista y similar sobrevaloración del colorado, consultoras y analistas se acomodaban como podían, con más o con menos vergüenza, a una realidad que no era la de sus modelos. El “error” de octubre tocó una campana de alerta. Quizás, como sugiere Aníbal Corti en Razones y Personas, estábamos viviendo en un Uruguay irreal, artificialmente construido en torno a sondeos de opinión que nos acostumbramos a aceptar dócilmente. Un Uruguay hiper-punitivo y dispuesto a hacer cualquier cosa para “solucionar” una crisis de inseguridad “insoportable;” ranciamente conservador en temas como el aborto y la política de drogas; cansado de proyectos de izquierda y seducido por un neoliberalismo 2 o 3.0 vestido de positivas y renovación. La participación ciudadana, en la calle y las urnas, dejó en evidencia lo desajustado del Uruguay de las encuestas. Sin embargo, no deberíamos contentarnos con la trompada de realidad que las encuestadoras se llevaron en octubre. En un sistema donde el respaldo de la opinión pública ha cobrado un carácter cuasi-divino, la irrealidad del mapa político que dibujan las encuestas es siempre constitutivo, en mayor o menor medida, de la realidad política. Las encuestas legitiman proyectos, hacen y deshacen candidatos, y moldean preferencias político-sociales. La preocupación técnico-científica, limitada a la anécdota de octubre, debe dar lugar a una crítica radical sobre el rol del complejo encuestador-mediático (compuesto por quienes pagan, elaboran, y difunden los sondeos de opinión) en la política.

Dos recientes columnas han dado el punta pié inicial. Gabriel Delacoste, escribiendo para Brecha, señala que las aspiraciones de neutralidad de la ciencia política moderna, y especialmente de las encuestadoras, es en el mejor de los casos una utopía y en el peor política disfrazada de objetividad científica. Aníbal Corti, en la columna ya mencionada, argumenta que los sondeos han construido un Uruguay irreal, o por lo menos uno en el que la “opinión pública” de las encuestas no coincide con la participación política de la población. Pero quitarle el velo a las problemáticas aspiraciones de predicción y neutralidad (Delacoste) y demostrar la capacidad de los sondeos de construir (ir)realidades (Corti) nos deja todavía a mitad de camino.

El siguiente paso consiste en desnaturalizar el poder simbólico acumulado por las encuestas con el objetivo de generar insumos para una cultura de cuestionamiento radical ante aquellos que pretenden hablar por la “opinión pública.” Sólo dando este paso vamos a poder re-legitimar otras maneras de entender y hacer la política.

(Aclaro: El problema no está en las encuestas per se -que son y seguirán siendo herramientas esenciales para la comprensión política- sino en su uso, en la mutación que han sufrido de herramienta heurística a jaula de hierro).

¿Qué hacen las encuestas?

Ya sea en temas electorales, de regulación de drogas, educación, inseguridad, o X, las encuestas son siempre más que la agregación de preferencias individuales, recolectadas desde la distancia objetiva que facilita la ciencia. Las sondeos no sólo miden, sino que construyen activamente ese esquivo sujeto colectivo que llaman “opinión pública.” Ese ejercicio de albañilería, tanto cuando es “acertado” como cuando es “erróneo,” supone siempre una intervención política. Esto se desprende de la problematización de tres supuestos que las sustentan (Bourdieu 1972):

  1. El universo de posibles encuestados tiene iguales recursos para generar una opinión. Este supuesto es problemático por varias razones. Una de ellas es la compleja trama de marcos conceptuales desde los que se interpreta una pregunta. Por ejemplo, lo que para algunos puede aparecer como una pregunta “política,” puede ser para otros una cuestión “moral.”ii Tómese el caso de la regulación del cannabis. Las encuestas han intentado medir la “opinión pública” casi exclusivamente con preguntas del tipo “Está de acuerdo o en desacuerdo con que se legalice la venta de marihuana en Uruguay?” Los resultados han dado siempre arriba del 60% en desacuerdo. Sin embargo, cuando Factum preguntó si se estaba más de acuerdo con la compra de marihuana en “farmacias con calidad controlada por el Estado” o “a la mafia de las drogas,” el 78% optó por la primera opción y sólo el 5% por la segunda. ¿Cómo se explica esta aparente contradicción? La herramienta más poderosa con que cuentan los prohibicionistas sigue siendo de carácter moral: algunas drogas (dado que el alcohol y el tabaco suelen salvarse) atentan contra el orden social y deberían ser erradicadas. Por otro lado, quienes pelean por alternativas a una guerra contra las drogas han encontrado un sólido argumento en las consecuencias inesperadas del prohibicionismo reinante, entre ellas la emergencia y expansión de los narcos. La primera pregunta, con su (equivocada) invocación de la “legalización,” es para muchos inseparable del universo moral prohibicionista construido alrededor de las drogas en el último siglo. Son pocos los que pueden decantar la complejidad política detrás de la guerra contra las drogas. La segunda pregunta, por el contrario, es más plausible de ser filtrada políticamente. Para complicar el asunto aún más, la intensidad de las preferencias que conforman la opinión pública media suelen ser radicalmente distintas -como quedó de manifiesto en otro sondeo en el que el 51% de los encuestados dijo, una vez aprobada la ley, estar de acuerdo en mantenerla para ver cómo funciona o en la paupérrima votación en el referéndum para rechazar la ley de despenalización del aborto.
  2. Las opiniones tienen el mismo peso y el proceso mediante el cual son generadas es homogéneo, individualizado, y atemporal. El problema es que la formación de opiniones es siempre intersubjetiva y temporal. Las “muestras representativas” de las encuestas omiten las relaciones orgánicas y en continuo movimiento dentro de las cuales las preferencias políticas se forman (Krippendorff 2005). Este carácter social, interactivo, y dialógico podría explicar el pobre análisis de la categoría de “indecisos” de cara a la elección de octubre. La incapacidad de las encuestas para medir fenómenos de este tipo, como la movilización del aparato del FA en la calle, la campaña y marcha del No a la Baja, el masivo acto final del FA, entre otros, le costó caro a González et al.
  3. Existe un consenso social sobre las problemáticas y preguntas que vale la pena hacer. Este es el supuesto más obviamente falso. Es también el más escondido, naturalizado, y antidemocrático. La construcción de una “opinión pública” es siempre una “imposición problemática.” Las empresa consultoras -contratadas por medios de comunicación, un grupo político, o una empresa- suelen hacer un importante esfuerzo para que las preguntas sean lo más neutrales posible. Enhorabuena. Lo que las encuestadoras no pueden hacer es incorporar la inabarcable polisemia detrás de una pregunta y sus respuestas -o siquiera si las preguntas significan algo para el entrevistado. Así, consultoras y aquellos que pagan por los estudios confirman sus propias categorías, preferencias, e intereses, inscribiéndolos en el cuerpo de esa “opinión pública” que ellos mismos han ayudado a crear. Más complejo aún, las problemáticas son siempre las algunos pocos con los recursos para hacer andar la máquina mediático-encuestadora. Por ejemplo, la opinión pública se pronuncia asiduamente sobre “conflictividad sindical.” No es común, sin embargo, que se pregunte sobre preferencias en políticas de redistribución de la riqueza. Es por eso que, aún aceptando la difícil premisa que la masa puede hablar a través de las encuestas, ésta siempre habla de lo que le interesa a las élites.
Magia y Encuestas

Como señalara Corti en su post, desembarazarse del peso que ha impuesto la “opinión pública” es romper el tabú a discutir, desde la izquierda y con ideas de izquierda, temas hasta ahora monopolizados por marcos conservadores -como es el caso de la seguridad ciudadana. No obstante, si la crítica a esta manera de hacer política no se transforma en un ejercicio constante, corremos el riesgo de caer en la misma trampa mañana. Hasta el plebiscito del 26 de octubre (pero incluso hoy) analizar el problema de la seguridad desde posturas no punitivas era visto como una falta de respeto a esas tres millones de víctimas que componen el Uruguay actual -bueno...tres millones menos los “chorros” y “menores” que no se merecen, nos dice el discurso dominante, el más mínimo respeto. Es de esperar que después de la inmensa victoria del No a la Baja haya un poco más de oxígeno para quienes no creemos que más cárcel y más represión sea la solución. Sin embargo, no siempre va a existir la posibilidad de contragolpear a las encuestas en las urnas o la calle. El único antídoto de largo plazo es la desnaturalización -y porqué no deslegitimación- del poder del complejo mediático-encuestador. 

El capital simbólico acumulado por el complejo mediático-encuestador no es muy diferente del que magos y brujos acumularan en las sociedades pre-modernas hábilmente analizadas por Marcel Mauss. La clave está en el reconocimiento que otorgan dominados a dominantes. Es decir, el legítimo monopolio sobre la opinión pública que hoy ostentan las encuestas depende de la connivencia de aquellos que son “sondeados.” Es aquí entonces que reside la potencialidad para un proyecto alternativo. Un proyecto donde la voz de la masa no aparezca en porcentajes. Donde contemos con otras maneras de elaborar mapas políticos legítimos (etnografías, estudios cualitativos, entre otros) y, especialmente, donde la voluntad política se materialice más en la calle que en los noticieros. Impulsos como el de la generación No a la Baja han mostrado que se puede. La solución no es matar al mago, pero sí estar preparados para arruinarle el truco mucho más a menudo.




ii “Político” y “moral” son tipos-ideales, la realidad es siempre más compleja ya que, por ejemplo, es muy difícil separar argumentos morales de sus consecuencias políticas.   

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