Los trabajadores y la gestión de las empresas


En el año 1956 un grupo de 25 trabajadores fundaron Ulgor, la primera cooperativa industrial de lo que hoy es el Grupo Cooperativo Mondragón en el País Vasco. En la actualidad, el grupo comprende a más de 250 cooperativas que operan en actividades industriales (incluyendo la producción de electrodomésticos, auto-partes y maquinaria), comerciales y financieras y emplea alrededor de 85000 trabajadores. Mondragón es probablemente el ejemplo más exitoso de empresas gestionadas por sus trabajadores actualmente en operación.
La empresa autogestionada es el modelo de organización empresarial que difiere más radicalmente de la empresa capitalista típica, dado que los trabajadores participan de los beneficios y tienen pleno control de las decisiones (y generalmente de la propiedad) de la empresa.[1] No en vano, este tipo de organización económica ha ocupado un lugar destacado en los planteos socialistas desde los comienzos de la Revolución Industrial hasta las propuestas contemporáneas de socialismo de mercado, surgidas tras el fracaso de las economías socialistas centralmente planificadas.
Sin embargo, el fomento de la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas no sólo es parte de la agenda socialista. Por el contrario, se ha transformado en una piedra angular de las nuevas prácticas de gestión del personal en el capitalismo contemporáneo. Existen modelos intermedios donde los trabajadores tienen participación parcial en los beneficios, en la propiedad y/o en las decisiones. Estudios recientes indican que un 44% de los trabajadores del sector privado en EEUU tiene parte de su salario ligado al desempeño de la empresa. En Europa, estos esquemas cubren aproximadamente a la quinta parte de la fuerza laboral. Un capítulo aparte merece el modelo alemán de co-determinación, que establece la obligación legal de que la mitad del consejo de dirección de las grandes empresas este integrado por representantes de los trabajadores.
Pero, ¿cuál es el efecto de estos arreglos organizacionales en la práctica? El efecto causal de la participación de los trabajadores en el desempeño de las empresas no es de sencilla identificación. La adopción de este tipo de esquemas por parte de las empresas puede estar relacionada con otros atributos organizacionales (algunos de ellos difícilmente observables) que también afecten el desempeño. También resulta factible que trabajadores de mayor habilidad y motivación se auto-seleccionen en empresas que ofrezcan mayores oportunidades de participación. Los estudios empíricos, que descansan en estrategias de identificación cada vez más convincentes, reportan mayoritariamente efectos positivos. Los efectos positivos parecen amplificarse cuando la participación en los beneficios se combina con participación en las decisiones.
Los estudios comparativos basados en muestras representativas de cooperativas y empresas convencionales indican que las cooperativas exhiben mayor productividad o que no hay diferencias significativas entre ambos tipos de empresa. En ningún caso, se han detectado efectos negativos. También se sabe que las cooperativas de trabajadores ajustan el empleo y las remuneraciones de forma diferente a las empresas capitalistas: los trabajadores-miembros suelen aceptar una mayor volatilidad de los ingresos a cambio de mayor estabilidad laboral lo que lleva a moderar las fluctuaciones del empleo a lo largo del ciclo económico. Contrariamente a lo que a veces se piensa, las cooperativas de trabajo sobreviven tanto o más que las empresas convencionales, lo que resulta consistente con su mejor desempeño en términos de productividad. Sin embargo, estas empresas no representan una porción significativa de la población de empresas y del empleo total en ningún país. Esto indicaría que la baja proporción de cooperativas obedecería a la existencia de obstáculos a la formación de estas empresas y no tanto a desventajas competitivas una vez que las cooperativas se encuentran funcionando.
En Uruguay, según datos del año 2010, operan unas 227 cooperativas de trabajo.[2] En el pasado, estuvieron fuertemente concentradas en el Transporte (taxis y ómnibus) y en menor medida en la Industria. En la última década, han ganado participación en el sector Servicios. Las cooperativas surgen por iniciativa de un grupo de trabajadores que deciden formar una empresa con estas características o por la transformación de una empresa convencional preexistente. Quienes trabajan en cooperativas ganan promedialmente más que quienes están empleados en empresas convencionales, aunque buena parte de este diferencial desaparece una vez que se toman en cuenta las diferentes características de ambos grupos de trabajadores y empresas. También sabemos que las cooperativas tienden a implementar internamente una estructura de remuneraciones más igualitaria. En consonancia con la evidencia internacional, las cooperativas de trabajo uruguayas no exhiben tasas de mortalidad mayores que las empresas convencionales y tienden a privilegiar la estabilidad laboral en contextos macroeconómicos adversos.
Por otro lado, si bien no existe información sistemática, parece evidente que la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas convencionales no es una práctica extendida en nuestro país. Los empresarios uruguayos hablan de remunerar en función del resultado de la empresa pero rechazan cualquier mecanismo de control democrático de la gestión por visualizarlo como violatorio de sus derechos de propiedad. Quieren compartir el riesgo pero al mismo tiempo retener el monopolio de la gestión. Del lado de los trabajadores, el discurso sindical tiende a enfatizar las cuestiones vinculadas al salario y otras condiciones de trabajo pero no ha incorporado los aspectos de gestión de forma sistemática. Tampoco puede decirse que la autogestión forme parte de una estrategia deliberada de los trabajadores organizados. Generalmente, se ha utilizado como una alternativa para recuperar empresas grandes con dificultades financieras y mantener, de esta forma, la fuente laboral de un grupo de trabajadores de edad relativamente avanzada y con un capital humano muy específico (y por tanto con posibilidades de reinserción laboral muy acotadas).
Parece difícil pensar que las empresas uruguayas puedan mejorar su desempeño sin expandir las posibilidades de participación de los trabajadores y manteniendo formas tradicionales de organización del trabajo. Tampoco parece posible consolidar un segmento de empresas autogestionadas dando respuestas ad-hoc y sin diseñar políticas basadas en el conocimiento de los factores que bloquean su formación y de las especificidades de su funcionamiento. Como en otras áreas, el desafío es generar políticas fundamentadas en el conocimiento disponible y no en ensayos voluntaristas, lo que supone lograr que académicos y políticos sintonicen una misma onda. Algo fácil de decir, pero difícil plasmar en la práctica.



[1] Las empresas autogestionadas asumen por lo general la forma legal de cooperativas de producción o trabajo. Este tipo de cooperativas se caracteriza por el hecho de que los trabajadores-miembros controlan la gestión de la empresa bajo el principio “una persona, un voto”. Esto las diferencia tanto de las empresas capitalistas como de otros tipos de cooperativas (cooperativas de consumo, crédito, agrícolas).
[2] En base a registros administrativos del BPS. La cifra refiere a cooperativas de producción donde la relación entre empleados y trabajadores-socios no supera el 20%. Si se adoptan definiciones menos restrictivas, la cifra se eleva a 346.

La acción política le ha ganado a la reflexión ideológica

“El Frente Amplio tiene problemas muy serios, que tienen que ver con la imposibilidad de repensar ciertos asuntos acerca de su identidad política, acerca de su estructura política. Ha cambiado muchísimo en términos de sus proyectos políticos, pero ha tenido muchas dificultades para lograr tener conciencia de lo que fue esa transformación. ¿Qué quiero decir con tener conciencia? Reflexionar sobre su propio escenario, su propia práctica política, es una organización que en 40 años pasó de un discurso revolucionario, nacional, popular, latinoamericano a un discurso que básicamente reivindica la democracia liberal, en términos más ideológicos tiene una visión muy similar a ciertas políticas tradicionales del Uruguay, como el Batllismo, modelo de Uruguay integrador. Después de la crisis del socialismo, lo que se siguió manteniendo fue una mística de izquierda, me parece que Mujica tiene mucho que ver con eso, el MLN supo hacer muy buen trabajo con esa mística, pero fue mística al fin, no fueron propuestas políticas radicales. Entonces es como que esa mística después se conjuga con la política real y se dan miles de cortocircuitos.” En el Frente la acción política le ha ganado a la reflexión política. Son pocos los momentos en los cuales ha habido un sinceramiento y un momento para la reflexión.

Es difícil dar una respuesta de por qué pasa eso, pero puedo decir que hay como cierta pereza ideológica, tal vez porque siempre la izquierda ha pensado en la ideología como una cuestión de honor. Entonces si uno asume que ya no está luchando por el socialismo y que está pensando en un capitalismo más integrado, eso se ve como una traición. Es un cambio ideológico, pero no necesariamente tiene que ser una traición. La consecuencia de no pensar esa transformación es mucho más grave que pensarla. Porque de lo contrario, no se entiende bien de qué se trata la política sino se asumen esas transformaciones en las prácticas políticas. Uno de los temas es ése dentro del Frente Amplio y en parte, las discusiones que se dan en relación a las políticas del ministerio del interior, las discusiones que se dan en relación a las políticas de inversiones extranjeras, ejemplifican claramente como desde posturas que están más a la izquierda se están haciendo políticas que no son innovadoras ideológicamente, son muy similares a las políticas de gobiernos anteriores, por lo menos el tipo de argumentos que desarrollan para impulsar sus proyectos. 

En general, creo que esto también genera un malestar muy fuerte en mucha gente, militantes de varias generaciones, es un malestar que no se puede expresar en palabras, porque no se puede construir nada nuevo. No se dan nuevos debates ideológicos, no hay nuevas herramientas discursivas para discutir lo que está pasando, es como una parodia del pasado. El FA se parece cada vez más a los partidos tradicionales, todo el tema de su tradicionalización, que se ha hablado desde hace bastante tiempo, es cada vez más notorio.”

“Creo que la posibilidad de crear partidos políticos fuera del FA hoy es muy remota, partidos que tengan incidencia política real a nivel electoral, no lo veo como una posibilidad en el mediano plazo. Lo que si veo que cada vez se va a tender a reformular la relación entre los movimientos sociales y la izquierda. Ese tipo de conexión que por mucho tiempo fue fundamental para entender el nacimiento y crecimiento de la propia izquierda, hoy se está complejizando cada vez más y los movimientos sociales van a tender a separarse de la izquierda electoral, a tener mucho más autonomía.”

Lo primero que habría que hacer es un congreso de redefinición ideológica, transparentar, blanquear qué es realmente el FA para a partir de ahí empezar a rearmar cuales son los proyectos políticos viables en el Uruguay de hoy. Esto es un tema que ayudaría un poco más a reducir todos los malestares que hay constantes dentro de la propia fuerza política, de gente que se siente muy desilusionada y con razón. El Frente se debe millones de debates, que se desarrollen en justos términos, sin acusaciones, sin agravios. Pero también hay que repensar la situación a nivel mundial, hay críticas al capitalismo que tienen plena vigencia, pero no hay caminos para discutirlas sanamente dentro del Frente, porque las luchas internas parecen primar ante una discusión más ideológica. Es necesario asumir que con esta pobreza de ideas es dificil reconstruir la fuerza política.

Dentro del FA hay mucha gente que se da cuenta de esta problemática, pero hay mucho miedo a discutir hasta por aspectos emocionales, que tienen que ver con trayectorias individuales, generacionales, etc. Por ejemplo, hablar de Cuba hoy en el Frente sigue siendo un tema sensible. Pero sin embargo todos sabemos que el modelo cubano tiene serios problemas, pero igual no se habla.

Cuando vos no discutís ideológicamente con la derecha, la derecha te gana. Hoy en Uruguay está pasando eso, en algún sentido puede ser bastante similar a lo de Chile. Si en el discurso público, no en el discurso de la interna de los militantes, no intentas construir como cierto pensamiento colectivo social más hacia la izquierda después es muy difícil ganar esos votos.”

De todas formas, creo que en las próximas elecciones la izquierda va a votar bien, por un sencillo motivo que es que va a ir Tabaré Vázquez, es un candidato que tiene una aceptación popular importante, aunque creo que desde los sectores más militantes, activistas sociales va a haber cada vez más una distancia.”

**Fragmentos de entrevista realizada a Aldo Marchesi en Informe: Desencantados, pensadores de izquierda opinan sobre el momento del FA, Brecha, n. 1338, 15 de julio, 2011.

Entre el lápiz labial y la construcción institucional

El primer gobierno del Frente Amplio y en particular su equipo económico promovió una agenda de reformas institucionales que buscaba favorecer lo que llamaban “competitividad y clima de negocios”. Este fue un programa bastante ambicioso que promovía cambios en el sistema tributario, en la regulación de los concursos y de la competencia, en el sistema de estímulo a las inversiones, y en las políticas de innovación y desarrollo entre otros aspectos. Con diferente grado de éxito el paquete de reformas logró avances significativos. Tal vez la reforma del sistema tributario fue la más importante. Estas medidas intentaban atacar uno de los problemas centrales de la economía uruguaya, sus bajas tasas de inversión.
Desde que en 1970 North y Thomas publicaron su famoso artículo sobre la explicación del crecimiento económico en el mundo occidental, las instituciones han sido vistas como pieza clave para fomentar el desarrollo. Más aún, el desarrollo se percibe como un producto de instituciones que generan los incentivos económicos adecuados para los agentes y reducen los costos de transacción al lograr estabilidad en el tiempo. En el largo plazo la inversión depende de un entorno institucional que reduzca sus riesgos y los limite a los relativos de la actividad económica.
La idea, sobre la que parece existir cierto consenso, es que la política puede discutir sobre qué instituciones (qué estímulos y qué restricciones) regularán la actividad económica, pero debe intentar evitar los cambios continuos y el trato particular de tal o cual inversión. En otras palabras debe evitar la incertidumbre asociada al cambio de reglas y a la discrecionalidad. Por lo general, la discrecionalidad y los cambios de reglas suelen verse cómo ataques desde la política hacia los agentes económicos, en especial como intentos de expropiación. Sin embargo, estas prácticas políticas con respecto a las inversiones no son las únicas que dañan “el clima de negocios” y más profundamente la credibilidad de las instituciones.
Los gobiernos de países pequeños como el nuestro suelen deslumbrarse con las inversiones grandes. No es indistinto para un gobierno tener un par de puntos más de crecimiento o superar sus objetivos de inversión. En función de esto se destina un trato particular a este tipo de inversiones sin darse cuenta que esto mina también la credibilidad institucional. El trato preferencial puede favorecer el clima para “un negocio”, pero no necesariamente el “clima de negocios” en general.
Hace un par de semanas, en uno de los momentos más álgidos de la discusión sobre el proyecto minero ARATIRI, el diputado Luis Lacalle Pou dijo en una entrevista que le realizara el semanario Brecha[i]: “No creo que tengamos que pintarnos los labios ante cualquiera que venga a traer dinero.”. Dejando de lado el sesgo sexista del comentario, el diputado Lacalle puso de manifiesto la imagen que diferentes agentes del gobierno mostraron con sus actitudes respecto a la defensa del proyecto de inversión minero.
La reacción contraria al proyecto de parte diversas organizaciones sociales encontró a varios representantes del gobierno (entre ellos al propio presidente) defendiéndolo, y resaltando su importancia y los beneficios que traería a nuestra economía. El intento de configurar un escenario político negativo hacia el emprendimiento minero fue respondido desde el gobierno con un esfuerzo similar por revertir la situación política generada. En lugar de optar por señalar que el país se ha dado una institucionalidad ambiental y de promoción de inversiones que es la que debe actuar para decidir sobre la viabilidad ambiental del proyecto, decidieron directamente defenderlo.
Mientras que los ciudadanos y las organizaciones tienen la libertad de presionar políticamente a las instituciones, los políticos y en particular los integrantes del gobierno tienen la responsabilidad de hacerlas funcionar y en última instancia legitimar. Cuando los gobiernos se esfuerzan en la defensa de un proyecto de inversión como si fueran lobistas y no en la de las decisiones institucionales que los habilitan, no se hace más que poner en duda la institucionalidad. Los procesos institucionales quedan ante los ojos de los ciudadanos y los agentes económicos como una simple fachada de decisiones que responden no a lógicas institucionales sino de mera conveniencia política.
Hay quienes argumentan que en los países donde las instituciones no funcionan, la discrecionalidad y el trato preferencial (muchas veces asociado a la corrupción) puede hacer funcionar la economía. Huntington en su libro de 1968 El Orden Político de las Sociedades en Cambio decía que “la corrupción engrasaba los engranajes del desarrollo”. Sin embargo, esta no parece ser la situación de Uruguay, ni menos aún la opción de política que recoge la mayoría de las preferencias ciudadanas. En consecuencia, la construcción institucional es la única opción aceptable en Uruguay para propiciar la inversión y en última instancia el crecimiento y el desarrollo.
La preocupación por la llegada de inversiones por parte de los gobiernos parece hacer que se pierda de vista que el clima de negocios depende de las instituciones y de su funcionamiento, y no del trato preferencial o la deferencia de los agentes de gobierno hacia los inversores. Muy por el contrario, estas prácticas suelen minar la credibilidad institucional y en última instancia las posibilidades de desarrollo en el largo plazo. Si la norma es la deferencia y la discrecionalidad, solo los gobiernos o los gobernantes (en el corto plazo) y no las instituciones (en el largo plazo) son la garantía para las inversiones.
La construcción de “buenas” instituciones que sean verdaderos parámetros para la interacción de los agentes sociales, políticos y económicos es un proceso de tiempo. Las urgencias de corto plazo y los errores de cálculo pueden echar por la borda lo acumulado durante años. La fortaleza institucional y la legitimidad no es solo cuestión de imagen y por lo tanto no se arregla con maquillaje.
[i] BRECHA | POLITICA | Pág. 2 | 24/06/2011

Arcadia no


El último libro de Leonardo Haberkorn, Milicos y tupas (Editorial Fin de Siglo), aborda, entre otros aspectos de la historia reciente del país, un tema del cual se habla muy poco: la tortura de personas vinculadas a los partidos tradicionales durante los meses previos al golpe de Estado de 1973.

El libro disparó un debate público que no ha terminado. Las siguientes líneas no se enmarcan en ese debate, sino que más bien lo toman como excusa para hablar de un tema relacionado: el modo en que Uruguay trata —y tradicionalmente ha tratado— a los “indeseables” que alberga en su cuerpo social.

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En setiembre de 1972 el Movimiento de Liberación Nacional (MLN-Tupamaros), una organización que había surgido a principios de la década anterior con el propósito expreso de traer a las ciudades uruguayas desde las montañas y las selvas latinoamericanas la teoría y la práctica del foco guerrillero, estaba militar y políticamente derrotada. Su aparato armado había sido desmantelado. Casi todos sus militantes estaban presos o exilados. En poco menos de diez años de existencia, el MLN había acumulado cierta información —confiable o no— sobre la corrupción de las élites políticas y económicas del país.

Desde antes de la formación del MLN estaba fuertemente instalada la sensación de que Uruguay había sido un país próspero echado a perder no por los errores y las malas decisiones que colectivamente pudiéramos haberse tomado los uruguayos, sino por la joda en que estaban metidos unos pocos. En suma, desde antes de la fundación del MLN estaba instalada la sensación de que la crisis del país no era propiamente de orden político o económico, sino de naturaleza más profunda: una crisis de orden moral. Esto lo creían tanto los militantes de los partidos de izquierda (obviamente no los marxistas ortodoxos, pero ellos eran una ínfima minoría dentro de una minoría) como los votantes de los partidos tradicionales, que eran la amplia mayoría de la población. Puede decirse, entonces, que la sensación estaba instalada en la sociedad en su conjunto. Aunque habría que ser muy necio para negar que la revolución cubana tuvo una influencia notable en la definición del horizonte estratégico y los métodos de acción específicos del MLN, hay que admitir también que ese clima cultural hizo que mucha gente que no era de izquierda y no simpatizaba con la revolución cubana creyera —al menos al principio— que el cambio de timón que el país necesitaba podía ser protagonizado por esa organización. (Más tarde esas mismas personas identificaron otros mesías.)

Cuando, hacia mediados del año 1972, el MLN había perdido ya toda capacidad real de imponer sus objetivos estratégicos por la vía militar, sus dirigentes entablaron confusas negociaciones de paz directamente con las Fuerzas Armadas. Esas negociaciones no prosperaron. El MLN, cada vez más diezmado en sus fuerzas, continuó con las operaciones militares por un breve período, pero finalmente fue derrotado por completo. Una vez que se produjo la derrota definitiva, la cúpula de la organización hizo otro intento con los militares. Ofreció la información que había acumulado durante años sobre la corrupción de las élites políticas y económicas para que las Fuerzas Armadas tomaran en sus manos ese combate. Hubo entonces (antes y después, dentro y fuera de la izquierda) muchos que creyeron en la existencia de una fracción de militares nacionalistas y honestos que podría ser un factor central en el cambio de rumbo que el país estaba necesitando. Hubo entonces (antes y después, dentro y fuera de la izquierda) muchos que creyeron que las Fuerzas Armadas constituían algo así como un reservorio moral en un país carcomido por la joda.

Por las razones que fuera (se podría especular al respecto, pero no es el lugar), la colaboración del MLN fue aceptada. Durante algunas semanas, con la asistencia de militantes de la organización —hubo quienes participaron en forma activa (algunos de ellos dirigentes muy encumbrados) y también quienes se negaron tajantemente a hacerlo—, las Fuerzas Armadas detuvieron en forma extrajudicial y luego interrogaron bajo tortura a personas vinculadas a actividades empresariales consideradas sospechosas. Se trataba básicamente de gente cercana a los partidos tradicionales, sobre todo al Partido Colorado y a su Lista 15, que encabezaba Jorge Batlle.

Todo lo anterior está bien establecido históricamente, aunque no sea un tema del que se hable con frecuencia. Es natural que así sea, porque a los dirigentes y militantes del MLN que participaron del asunto no les conviene recordar mucho el tema —por razones bastante obvias— y a los militares que de vez en cuando reconocen haber cometido algunos “errores y excesos” en la lucha contra la “subversión” tampoco les conviene explayarse sobre el modo en que torturaban a personas que no formaban parte de organizaciones armadas y que no guardaban secretos que pusieran en peligro la vida de nadie —recuérdese que un argumento muy común para justificar la tortura dice que a veces hay que obtener información en forma rápida y efectiva porque puede haber vidas que dependan de la misma—.

En pocas semanas las jerarquías militares dejaron sin efecto la participación de los dirigentes y militantes del ya desmantelado MLN en todo ese asunto, pero la particular iniciativa represiva de las Fuerzas Armadas prosiguió por un tiempo más, no del todo bien determinado. Después vino el golpe de Estado y todas las cuestiones que más o menos se conocen.

***

¿Qué pasó en la tibia Arcadia uruguaya, esa sociedad hiperintegrada, ese país de cercanías, ese ejemplo de democracia, ese modelo de convivencia armónica para que en tan poco tiempo todo se fuera al diablo? ¿Qué catástrofe ocurrió en ese país tan civilizado, lleno de mecanismos sociales de amortiguación de conflictos, para que los torturadores empezaran a ser vistos como el último baluarte de la moralidad perdida y las cámaras de tortura como un instrumento de purificación del cuerpo social?

En las preguntas anteriores está implícita la respuesta, o —al menos— una parte de la respuesta. Es que Uruguay nunca fue ninguna de esas cosas que se mencionan allí. Ciertamente, para algunos uruguayos —la mayoría— el país tuvo esas características idílicas durante un buen tiempo (y quizás todavía las tenga), pero siempre hubo otros uruguayos —una minoría— para quienes las cosas fueron distintas. Siempre hubo “indeseables” en el cuerpo social y Uruguay siempre los trató igual. Siempre hubo una categoría de uruguayos que estaban a salvo de los abusos y otra categoría para quienes éstos eran moneda frecuente. Un buen día, unos cuantos uruguayos de la primera categoría se convirtieron en “indeseables” por razones políticas y empezaron a ser tratados como los uruguayos de la segunda.

Probablemente Uruguay no sea distinto en este sentido a otros países del mundo, pero este blog es sobre Uruguay y no sobre el mundo en general. Hecha esa aclaración, hay que decir que el país fue una tibia Arcadia sólo para algunos de sus ciudadanos, otros podían y de hecho eran víctimas de abusos habituales. En el imaginario colectivo está instalada la idea de que el pecado original de la tortura lo cometió la última dictadura militar, pero eso es falso. Una investigación parlamentaria de fines de los años sesenta concluyó que la aplicación de la tortura a los detenidos por la Policía de Montevideo era un hecho “frecuente, casi normal”.

Lo que ocurrió en los años sesenta y setenta es que grupos sociales que se embarcaron en ciertas formas de acción política (no necesariamente violenta) fueron vistos crecientemente por la sociedad como meros delincuentes y se les dispensó el trato habitual —“frecuente, casi normal”— que el país dispensó siempre a los delincuentes.

Primero fueron los jóvenes de clase media y universitarios que conformaban la mayoría del MLN los que se encontraron con los métodos que el país había reservado a los “indeseables”. Con posterioridad, las Fuerzas Armadas pretendieron —durante un cierto período— perseguir también a los políticos corruptos y a los delincuentes de “cuello blanco” y les aplicaron el mismo tratamiento. Esta última línea de “purificación social” no prosperó, pero ello no quita que, de haber prosperado, nada indica que las cosas hubieran sido distintas en el sentido que se está considerando.

En el Uruguay de hoy nadie es torturado por motivos políticos, pero muchas personas son torturadas todos los días. En todos esos casos existe algún grado de responsabilidad del Estado (por acción o por omisión) y algún grado de complicidad social. Existen, incluso, centros de tortura que para nada son clandestinos. Son muy públicos y llevan nombres como Complejo Penitenciario de Santiago Vázquez, Cárcel de Libertad, Cárcel de Cabildo, Cárcel de las Rosas y otros similares.

Recordar los hechos que ocurrieron en los prolegómenos del golpe de Estado o en la dictadura misma tiene pleno sentido hoy —a pocos días de cumplirse un nuevo aniversario de su comienzo—, entre otras cosas porque lo que nos horroriza de aquellos años, sobre todo el encarcelamiento en condiciones degradantes y la tortura, son mecanismos que el país ha empleado tradicionalmente y que sigue empleando todavía hoy.

Llegará un día, quizás, en que esos mecanismos nos horroricen por igual con independencia de sus víctimas; o quizás ese día no llegue nunca. Después de todo, a los uruguayos parece que nos gusta creer que hacer justicia es sinónimo de provocar sufrimiento a los culpables: que sólo quien sufre se redime o paga por sus actos. Aunque la constitución diga que las cárceles no servirán para mortificar, los uruguayos parece que creemos que en la mortificación está precisamente la esencia de la justicia. Pero esto, en todo caso, será quizás el tema de otra nota.

Una muy peleadora reflexión electoral sobre las propuestas en educación, o de cómo somos el perro que se persigue la cola

Autor: Pablo Menese Camargo Advertencia Soy sociólogo. Perdón. Advertencia adicional En febrero, me propusieron escribir para Razones...