La sal no sala. O como cambiar sin transformar

Foto: “Encrucijada” por @ondasderuido, bajo licencia CC BY-SA 2.0


Los anuncios del equipo económico de esta semana (aumentos de algunos impuestos y corrección a la baja de las perspectivas de crecimiento entre otros) pueden ser tomados como la consolidación de una nueva etapa hasta ahora desconocida en el país: el Frente Amplio gobernando en un contexto de austeridad. Independientemente de la osadía o mesura del actual gobierno, parece claro que el nuevo contexto impondrá mayores límites para la promoción de algunas transformaciones de índole estructural. O no, si se sigue la lógica de entender estos momentos como una oportunidad.

Pero como quien escribe tiene la sensación de que no va a ser este el momento en el cual el segundo gobierno de Tabaré Vázquez pise el acelerador, se puede intentar hacer un ejercicio de reflexión, sin mucho método, de cuánto ha logrado cambiar efectivamente el Frente Amplio en relación a las prácticas, instituciones y estructuras históricamente construidas, mientras las condiciones externas e internas fueron un poco mejores.

Partiendo de la base que la “era progresista” fue indudablemente exitosa en términos de mejora de variados indicadores sociales y productivos; sobre lo que me interesa reflexionar es cuánto de estas mejoras pueden llegar a tener un efecto estable en el tiempo (resistiendo por ejemplo eventuales cambio de partido en el gobierno) y cuáles son mayormente atribuibles a cuestiones coyunturales.

Para poder determinar qué tanto cambiaron o no las políticas promovidas por el Frente Amplio, es preciso determinar un escenario de referencia. A partir de la revisión de diversos trabajos académicos sobre la construcción del sistema de protección social uruguayo, es posible ubicar como momento fundacional los primeros años de la década del cuarenta del siglo pasado, y más precisamente el año 1943. En ese período, se crearon los Consejos de Salarios y las Asignaciones Familiares, al tiempo que también se logró aprobar una reglamentación del mutualismo en el sector salud.

Los arreglos generados en este período no hicieron más que institucionalizar prácticas que se habían ido construyendo de forma autónoma respecto a la intervención del Estado, formalizando así un amplio abanico de arreglos de tipo corporativo que antecedían al involucramiento público. Así, tanto en seguridad social como en salud, asistencia o relaciones laborales, el “universalismo” uruguayo estuvo siempre estratificado según sectores de la economía y arreglos particulares[1]. Con un agravante: el escenario, al igual que el resto de la región, era y es de niveles de informalidad muy altos, lo que determina que estas políticas dejan mucha gente por el camino, salvo que el Estado se haga cargo de ellos, como ocurre con la atención sanitaria que brinda ASSE. De esta forma, puede decirse que la matriz resultante no fue resultado de un proyecto político consistente y planificado, sino el producto de diferentes capas de medidas parciales.

¿Por qué esta configuración? Básicamente, la dinámica que dio pie a la misma puede explicarse en mayor o menor medida a dos factores. Por un lado, a la competencia electoral de partidos políticos policlasistas, que no podían legislar para un único sector o clase; y por otro, a organizaciones sociales (gremiales y empresariales) también fragmentadas y con intereses en algunos casos contrapuestos[2].

Si a este esquema le agregamos instituciones de gobierno en las cuales predominaba la coparticipación y la negociación, el resultado era previsible: políticas públicas apoyadas en dos criterios fundamentales; evadir costos y vetos, pero también respetar arreglos diferenciales. Sólo para poner un ejemplo, si me encontraba iniciando un proceso de fomento a la industrialización, que en buena medida debía ser financiado por los sectores agropecuarios; dejaba afuera a los trabajadores rurales de la negociación colectiva. Y así sucesivamente en cada arena de política pública.

Estos arreglos son muy redituables políticamente porque todos ganan, y los que potencialmente pueden perder en la negociación ven matizados sus costos de una u otra manera. Siempre y cuando el contexto sea de crecimiento. De esta manera, lo que tenemos es un diseño institucional que consolida actores con un fuerte interés por mantener el statu quo, pero muy reactivos a avanzar en la construcción de políticas de corte universal, en la medida que esto podría implicar la pérdida de derechos segmentados adquiridos.

¿A qué apunta esta digresión histórica? A que si nos ponemos a repasar las reformas o ajustes de política promovidas durante los gobiernos del Frente Amplio podemos advertir una continuidad muy marcada con esta lógica históricamente construida, con excepción de algunas excepciones. Así, cuando la construcción del Sistema Nacional Integrado de Salud tenía todas las fichas para construir un esquema de aseguramiento fuertemente solidario, se le devolvió aportes a las rentas más altas y se dejó entrar en el sistema a los seguros privados. También se optó por no tocar privilegios para militares y policías en términos de atención sanitaria y seguridad social, ni tampoco se propuso tocar el sistema de AFAPs. En términos de asistencia, se continuó con una lógica de micro intervenciones de escaso impacto y nulo vínculo con las políticas tradicionales, con un estilo similar al de los programas focalizados que vendían los organismos financieros internacionales hace un par de décadas.

A nivel de diseño institucional, el congelamiento en términos de conducción y rectoría de la educación, así como también los arreglos en políticas como la sanitaria, incorporando la representación de los trabajadores no médicos del sector y no del conjunto de trabajadores, no hace más que reproducir la lógica corporativa presentada.

En términos productivos, iniciativas potencialmente valiosas como la creación de consejos sectoriales, en buena medida como consecuencia de la debilidad del propio Estado, pueden terminar consolidándose en espacios donde los privados capturan la agenda de desarrollo del país, priorizando necesidades particularidades de corto plazo, y obstaculizando ejercicios de planificación en clave estratégica y sistémica.

¿Lo dicho hasta ahora implica desechar o dar por muerto el proyecto frenteamplista? De ninguna manera. Pero si se observa el recorrido desde la perspectiva de una izquierda que llegó al poder con expectativas de transformar la realidad (nunca en términos revolucionarios sino reformistas claro está) lo que se advierte es la reproducción de prácticas que le imponen frenos a cambios verdaderamente estructurales. Las coyunturas complejas evitan que se pueda gobernar complaciendo a todos, porque no hay tanto para repartir. Es en estas situaciones donde la verdadera naturaleza de los gobiernos se hace explícita. La pregunta entonces es: ¿con qué socios se elige pasar el temporal? 







[1] La categoría “universalismo estratificado” corresponde a Fernando Filgueira, y puede encontrarse por ejemplo en Filgueira, F. (2007) “Nuevo modelo de prestaciones sociales en América Latina: eficiencia, residualismo y ciudadanía estratificada”. Documento de Trabajo, Serie Políticas Sociales N°135. CEPAL, Naciones Unidas, Santiago de Chile.
[2] Midaglia et al (2015). Coaliciones y Bienestar en Uruguay. Informe final del  Proyecto I+D financiado por la Comisión Sectorial de Enseñanza (CSIC).

Experimentos y evaluación de políticas públicas

Praying Prior to Experiment (1677) by cibo00
Praying Prior to Experiment (1677).
By cibo00 (CC0 1.0)
Una de las formas más eficientes para mejorar la calidad de las políticas públicas es aprender de sus efectos. Por este buen motivo, la evaluación de políticas se ha tornado un aspecto importante en la confección de los programas del estado así como en su estructura burocrática. Es común ver que cuando se presupuesta un nuevo programa o se reciben créditos internacionales para implementar determinadas acciones, se asignan recursos asociados para desarrollar evaluaciones de impacto. En tono con estos cambios, el estado uruguayo ha venido mejorando y expandiendo sus equipos de profesionales dedicados a investigar sobre los efectos de la política pública, así como los recursos económicos para generar datos e información útil para esos fines.

Un desafío frecuente al cual se enfrentan los evaluadores es que las intervenciones de política pública ocurren junto con muchos otros cambios que también afectan el resultado de interés. Por ejemplo, imaginemos que durante algunos años se implementan estímulos que reducen el costo de regularizar el acceso ilegal a la energía eléctrica en zonas socialmente vulnerables. Esta intervención podría ocurrir al mismo tiempo que ocurre un "shock" económico positivo. Tanto la política pública como los cambios en la economía pueden aumentar la voluntad de las personas a consumir energía en forma regular y segura. Aún cuando se analicen las diferencias en el consumo irregular de energía antes-y-después de la intervención pública, es difícil aislar y estimar si la política sirvió de algo, y en ese caso, de cuánto sirvió.

Otro desafío para los evaluadores es el modo en que los individuos se auto-seleccionan en los programas públicos, o por ejemplo, el modo en que las propias políticas tratan a distintos individuos o grupos de individuos. Por ejemplo, la extensión horaria en la política educativa (introducción de centros de tiempo completo) podría realizarse con la esperanza de mejorar los resultados de aprendizaje. Pero puede ser difícil saber cuál es la contribución de la política al aprendizaje cuando los criterios de selección de los centros educativos para este plan son desconocidos. Los centros pueden tener características que los hacen muy particulares; como pertenecer a zonas rezagadas, o tener una predisposición institucional favorable a los cambios que propone la política. Más aún, los centros elegidos por la política podrían atraer un determinado tipo de alumnos cuyos padres tienen una mayor predisposición a fomentar el logro educativo en sus hijos. Aunque estos desafíos no imposibilitan realizar evaluaciones de calidad, ciertamente las hacen mucho más difíciles e intensivas en datos.

Existe un creciente interés entre investigadores y expertos en evaluación de fomentar el uso de diseños experimentales para estimar los efectos de las políticas. ¿Por qué? Lo que quisiéramos saber es "qué hubiera sucedido si la política no se hubiera implementado". La intuición es que la diferencia entre aquella realización del mundo y la que efectivamente observamos luego de que la política se implementa es el efecto de la intervención. Aunque esto es imposible de observar (yo al menos la única vez que lo vi es en la película "Volver al Futuro"), sí se puede estimar. ¿Cómo? Con aleatorización.

La solución que ofrecen los diseños experimentales es asignar a los individuos (o grupos de individuos, instituciones, etc.) aleatoriamente al "tratamiento" que genera la política pública. El mecanismo permite hacer comparaciones adecuadas para estimar el efecto causal de la intervención. Esto requiere afectar el diseño de la política, no de montar un sistema de evaluación paralelo a la misma. Para lograr los beneficios de la evaluación experimental es necesario modificar sustancialmente el modo en que se piensan y diseñan la mayor parte de las innovaciones de política pública que se hacen en Uruguay. Normalmente la evaluación es organizada como un "componente" de los programas y no como un aspecto del diseño de la política de intervención. Naturalmente, se trata de un requisito más exigente porque puede entrar en contradicción con criterios de justicia, con preferencias programáticas de quienes implementan el programa, o con políticos que priorizan los beneficios de corto plazo entre sus "constituencies" frente a los beneficios generales de largo plazo que genera la evaluación científica de los programas. Dejemos de lado las preferencias por no evaluar.

En efecto, muchas veces, los evaluadores de política pública se enfrentan a constreñimientos que no les permiten manipular a los ciudadanos como si se tratara de ratones a los que se puede asignar a la pastilla con droga o al placebo. Y muchas veces esto ocurre por buenos motivos y ciertamente ello tampoco representa el fin de las posibilidades para la evaluación. Después de todo los experimentos controlados no son la única forma de generar conocimiento útil sobre las políticas (pero me ahorro la lista de métodos no experimentales sobre los cuáles también deberíamos avanzar en Uruguay, no son el punto de esta breve nota).

Sin embargo, existen numerosas circunstancias en las cuales los criterios de justicia, o las definiciones programáticas de quienes deciden sobre la implementación de las políticas, son perfectamente consistentes con algún tipo de asignación aleatoria que permite una evaluación de los resultados en forma sólida y creíble. Esto requiere imaginación y sobre todo de compromisos virtuosos entre investigadores y decidores de política pública. Uruguay tiene un largo camino para andar en este sentido.

Por ejemplo, un pre-concepto difícil de eliminar es que la aleatorización es un tecnicismo injusto (regresivo). Cuando los recursos de la política son insuficientes para la población objetivo, contemplar algún tipo de mecanismo de asignación aleatoria no necesariamente choca contra criterios de progresividad. Lo que asegura la progresividad de la política es precisamente su definición de la población objetivo. En algunas ocasiones, incluso la aleatorización puede ser vista como un criterio de justicia a los ojos de los potenciales beneficiarios.

Hay diversas áreas de política donde se requieren cambios marginales en forma constante, tales como en la educación, la salud, los programas de asistencia, los servicios básicos (agua, electricidad), el transporte, etc. La inversión en ensayos controlados para el test de esas innovaciones hace más eficiente la implementación reformas futuras. Típicamente es el caso de los programas "piloto". Desde el punto de vista de bien común, existen pocos motivos para no diseñar programas con componentes de asignación aleatoria que permitan analizar su impacto. Aunque ya existen algunas experiencias importantes en Uruguay, son aún muy escasas.

Todo esto no debería sonar como un debate tecnicista, sino como un tema relevante para la rendición de cuentas a los ciudadanos. En la era de "big data" no solo importa el acceso inmensas cantidades de datos desagregados sobre la gestión del gobierno, sino también a información creíble y precisa sobre sus logros.

Los jóvenes Ni-Ni y la oferta educativa

Foto: Roger Mayne, 1956
No sólo son los más vulnerables entre los vulnerables; también les toca cargar con uno de los neologismos menos felices del idioma español: Ni-Ni. Definidos por negación, son jóvenes cuyo anonimato los expone a la imputación del rostro estigmatizado del varón inútil o casi delincuente. Pero, ¿realmente existen los Ni-Ni? ¿Son un problema? ¿Son ellos el problema?

Vivimos tiempos de alarmas frecuentes y poco reflexivas. Nos espantan muchas cosas: las agresiones a los maestros, la pastilla Superman, la lesión de Godín. Recientemente los Ni-Ni se han sumado a esta lista de significantes medio-vacíos, que permiten que cualquiera escenifique su pequeño apocalipsis. Sin embargo, no son un fenómeno de ahora. En 1992 eran una proporción del total de jóvenes similar a la actual; en el 2000 eran considerablemente más. Las estimaciones varían según quién las haga; lo que es seguro es que no hay una explosión de Ni-Ni. Nuestras cifras tampoco son excepcionales en la región.

Pero la alarma moral está prendida y alienta a samaritanos como los Tenientes de Artigas a proponer soluciones de política pública; hoy nos ofrecen una versión edulcorada del Arbeit macht frei. El rechazo que ha suscitado la propuesta (¿?) del Comandante en Jefe del Ejército en gran parte del espectro político no debe hacernos olvidar que buena parte de la sociedad comparte, si no ésa, visiones similares (tú también, votante del FA): los Ni-Ni son displicentes que requieren mano dura, o por lo menos una humanitaria ducha. 

Convienen algunas precisiones. Lo que atrevidamente llamamos Ni-Ni es un aglomerado de realidades heterogéneas en edad, trayectorias y adscripción a roles. En su mayoría son jóvenes de sectores bajos, pero ésta es la única coincidencia con las representaciones del ciudadano-de-a-pie. Por ejemplo, la mayoría de los Ni-Ni son mujeres: seis de cada diez, aproximadamente, que en una proporción importante están casadas o unidas, y se dedican a tareas domésticas o de cuidado. También hay varones que realizan tareas de cuidado. Otro ejemplo: algunos se fueron de la escuela porque no les interesaba, otros para trabajar, y otros porque no entendían nada. Son situaciones completamente diferentes. Otro: gran parte de los Ni-Ni sólo se encuentran en este estado por períodos breves y mantienen vínculos precarios con el mercado de trabajo. La foto de la encuesta muestra siempre unas sombras sentadas en la esquina, pero si fuera una película veríamos distintos chicos que entran y salen continuamente de escena. Si la cámara los siguiera, asistiríamos a recorridos dispares.  

Ahora bien, algo que todos estos jóvenes comparten es haber interrumpido la educación (en su mayoría, durante la secundaria). En consecuencia, probablemente la estrategia más efectiva para reducir el número de Ni-Nis es prevenir el abandono escolar. La incidencia de este fenómeno en Uruguay es muy elevada (sólo 66% terminan la media básica y 38% la media superior) y casi no ha variado durante la década progresista.

¿Cómo explicar esta persistencia, sobre todo frente a la reducción de la pobreza y el incremento de transferencias a los sectores vulnerables? ¿Será una crisis de valores? Aquí asoma de nuevo el fantasma moral. Que alguien no consiga trabajo, vaya y pase; que no quiera estudiar es intolerable. La educación es la isla de la fantasía de la meritocracia; el reino triunfal de las ganas de salir adelante, el esfuerzo y el sacrificio. Al final de cuentas, la educación es gratuita; sólo hace falta voluntad.

Hablando en serio, siempre podemos recurrir a las explicaciones estructurales, pero aquí no alcanzan. Sabemos que parte de estos jóvenes enfrentan privaciones socioeconómicas que los obligan a salir tempranamente al mercado de trabajo, pero esto no explica por qué en Uruguay el abandono es más grave que en países con peores indicadores sociales.

Hay que atender a las evaluaciones que hacen estos jóvenes respecto de las opciones que se les presentan. ¿Vale la pena permanecer en la escuela, para ellos? ¿Qué percepción tienen de la educación? La respuesta tampoco puede limitarse a aspectos culturales. Es cierto que en muchos de estos jóvenes las disposiciones hacia lo escolar, y las formas de la esperanza que supone, son débiles o no están presentes. Pero, nuevamente, esto no da cuenta de la excepcionalidad uruguaya en la región y, a su vez, merece ser explicado por algo más que “la cultura”.  

Los jóvenes no son idiotas culturales ni autómatas determinados por su origen social. Son capaces de evaluar opciones, si bien con limitaciones de información, tiempo y recursos. Un elemento central de estas evaluaciones son las percepciones sobre la educación. Por eso es importante volver sobre la educación que se les ofrece.

El diagnóstico sobre este punto es conocido. La masificación de la educación secundaria aparejó la incorporación progresiva de jóvenes de sectores populares, para los cuales el nivel secundario, de orientación elitista y universitaria, no estaba preparado. Las exigencias se hicieron incompatibles con las disposiciones de la mayoría. Esto lo repetimos hace décadas. Hoy hay que agregar que las carencias de secundaria son incompatibles con las necesidades de casi todos los jóvenes, especialmente con sus necesidades subjetivas.

No es novedad que el sentido de la educación está en crisis. Esta frase puede tener dos significados. El primero es que la educación carece de utilidad inmediata, particularmente en términos de inserción laboral. Esto puede deberse a su devaluación como credencial, y/o al desajuste entre lo aprendido y lo requerido por el mercado de trabajo. Sin embargo, objetivamente, la educación secundaria todavía incide en las probabilidades de acceso ocupacional. Este desajuste hace pensar que quizá los jóvenes más vulnerables, con escaso acceso a información y en un momento vital donde es difícil hacer planes a largo plazo, toman decisiones basadas en elementos más inmediatos.

Aquí entra en juego el segundo significado, que tiene que ver con el sentido de la experiencia educativa cotidiana. La educación que se ofrece hoy no logra despertar interés académico ni social. Casi todos los chicos se aburren en la escuela. Los contenidos y las formas de interacción son, en general, anacrónicos en relación con las formas que los jóvenes tienen de procesar sentido. Algunos cuentan con estructuras para tolerar este aburrimiento; otros no. Se podrá argumentar que la educación es justamente eso, exponer a algo que no se tiene, algo distinto. Pero décadas de estancamiento muestran que lo que se ofrece hoy, más o menos similar a lo de siempre, simplemente no está conectando. Podemos seguir culpando a los jóvenes; podemos pensar en estrategias de intervención puntual, de resultados limitados; o, para variar, podemos pensar en reformas de fondo.  

Pero el camino está plagado de “peros”. Un ejemplo: hoy, cuando se discute la posibilidad de cambiar contenidos o formas de evaluación, surgen voces opositoras con el argumento de “no bajar el nivel”. Desde la defensa de una calidad que ya no existe se defienden criterios de exigencia que, dadas las circunstancias, no hacen sino legitimar la exclusión. 

Esta actitud conservadora puede llegar a tener, sin embargo, un punto acertado. Incluir a cualquier costo no es suficiente. Para los jóvenes que a lo sumo podrían aspirar a terminar la secundaria, la baja del nivel académico hace que continuar estudiando sea una apuesta con muchos costos y pocos beneficios probables. Es un equilibrio delicado: si exigimos mucho, excluimos; si exigimos poco, no tiene sentido quedarse. 

Hoy tenemos el peor de los mundos: una educación de muy mala calidad que además no logra retener. Las grandes tensiones que enfrentará cualquier propuesta de reforma educativa incluyente serán de este tipo: ¿cómo mejorar la calidad sin alienar o excluir? ¿Cómo ofrecer contenidos pertinentes y flexibles para una población crecientemente diversa, sin perder elementos comunes que garanticen un mínimo de equidad?


Pero antes que eso, ¿cómo emprender una reforma de gran porte, si las pocas ideas que surgen en el gobierno no tienen respaldo político, y si lo poco que llega a concretarse tiene asegurada, por defecto, la oposición inquebrantable de los sindicatos de profesores? El problema de los Ni-Ni no puede reducirse a disposiciones individuales o factores estructurales. Es un problema de política y de instituciones. Y ahí están, también, esos otros Ni-Ni que, teniendo la oportunidad de hacer, o al menos de dejar hacer, no hacen ni una cosa ni la otra. 

¿De qué vivirán los que escriben los libros?

San Jerónimo escribiendo, de Caravaggio (1605)
En el capitalismo, los creadores viven de las regalías, reguladas por los derechos de propiedad, que dejan las ventas de objetos concretos (libros, discos) que plasman sus obras. Esta forma de sostener e incentivar la creación es propia y específica de un cierto sistema económico, pero también de un cierto período del desarrollo de las tecnologías de la información. Acceder a un libro o a un disco era relativamente difícil hasta hace no mucho tiempo. Para acceder a una obra era necesario acceder a un formato específico de soporte de la información, que no era abundante porque no era fácil de reproducir. Pero las cosas han cambiado muchísimo en muy poco tiempo. En los últimos tres lustros las múltiples posibilidades, legales e ilegales, de acceder a obras en soportes digitales han hecho posible que cualquiera pueda disponer de un equivalente moderno de la legendaria biblioteca de Alejandría en su computadora portátil de unos pocos cientos de dólares. En un mundo donde esto es posible —y en el cual la tendencia es a la profundización de este fenómeno—, la forma de sostener e incentivar las actividades creativas ya no puede depender de los beneficios que la venta de ciertos bienes concretos pueda generar.
 
En una nota anterior sostuve que una alternativa posible era pagarles a los creadores para que creen. Y que sus creaciones se incorporaran de forma inmediata al dominio público. Sostuve que esto no es estrictamente una novedad, ya que la humanidad lleva haciendo algo análogo con los científicos que hacen investigación fundamental desde hace ya bastante tiempo. Les paga para que produzcan y luego sus productos se incorporan al patrimonio común y cualquiera puede usarlos sin restricción alguna. En esta nota quiero desarrollar algo más esa idea.
 
A Stephen King, pongamos por caso, le pagan los que leen sus novelas. Es un hecho que ahora muchísimas personas las leen sin pagarle un centavo, pero esa es, en definitiva, la manera en que el escritor se gana la vida. A Erwin Schrödinger, en cambio, o más bien a sus descendientes, ninguno de los que usan cotidianamente su ecuación les pagaron nunca un centavo por usarla. Schrödinger vivía de hacer física, pero no cobraba por el uso que otros pudieran hacer de sus descubrimientos. Se le pagaba simplemente para que hiciera física, porque era muy bueno haciendo física y porque se entendía que sus descubrimientos eran valiosos en sí mismos. A Stephen King no se le paga para que escriba. Él escribe y, si vende, obtiene beneficios. Pero si no vende, no obtiene nada. Son dos modelos distintos. Robert K. Merton llamó la atención hace ya muchos años acerca de esta característica de la investigación fundamental. La llamó “comunalismo”: los resultados de la investigación son volcados a la comunidad, que se aprovecha de ellos, concediéndole el crédito respectivo al creador, pero no debiendo pagar o pedir autorización para su uso. Los fondos de investigación son, en muchos casos, dineros públicos, aunque a veces son manejados por organizaciones supraestatales (por ejemplo, agencias internacionales) y otras veces infraestatales (por ejemplo, universidades o laboratorios públicos). No siempre es un Estado nacional el que paga, aunque muchas veces sí. De todos modos, que los dineros sean públicos no quiere decir necesariamente que los administre un gobierno. El modelo funciona bastante bien en la ciencia fundamental. No ha generado desviaciones o degeneraciones notorias. ¿Se puede aplicar a otras áreas? En principio no hay nada que lo impida. En las áreas de la cultura que son menos populares ya pasa, de hecho: cuerpos de ballet públicos u orquestas públicas que brindan espectáculos que en términos económicos no suelen ser un buen negocio y que muchas veces son gratuitos. También está el caso de los espectáculos que no son brindados por elencos públicos, pero que gozan de beneficios fiscales. Los Rolling Stones gozaron de un beneficio fiscal para tocar en Montevideo. Supongo que algo parecido podría hacerse también con otros artistas.
 
¿Se puede seguir mucho más tiempo como hasta ahora, sin cambiar sustancialmente las reglas de juego? No, porque el mercado ya no está funcionando para retribuir el trabajo intelectual. Y va a funcionar cada vez menos en la medida en que la circulación de la información sea cada vez más simple y más barata.
 
Se podrá objetar lo siguiente: que no hay base para pronosticar que el mercado ya no podrá rentabilizar este tipo de bienes. Y que, en consecuencia, no cabe ser tan escépticos acerca de la posibilidad de que los creadores sigan siendo retribuidos de la manera tradicional. El mercado es un proceso de coordinación social con alto grado de retroalimentación, adaptación y estímulo al ingenio humano. Basta mirar todas las cosas que uno tiene alrededor para darse cuenta de que a una persona aislada, desde un sillón, no se le hubiera podido ocurrir ni un 1% de los bienes, servicios y modelos de negocios que ayudan y resuelven una gran cantidad de problemas en nuestras vidas. No se puede pretender que alguien prevea de antemano la solución para un problema de coordinación de un proceso altamente complejo, que por definición ninguna persona en particular puede prever. Resolverlo es la función social del mercado, en un proceso descentralizado de ensayo y error. Son los estatistas —continúa el argumento— los que creen en soluciones mágicas provistas por un poder central y coactivo con malos incentivos y con problemas de información. ¿Cómo han sido remuneradas las producciones radiales o televisivas si son de libre acceso? Básicamente porque a alguien se le ocurrió empaquetar ese producto junto con espacio publicitario no solicitado. El problema de rentabilizar las creaciones intelectuales tiene una naturaleza muy similar.
 
Mi respuesta a esta objeción es que el mercado, efectivamente, es un proceso de coordinación social con alta capacidad de adaptación. Y que tiene muchas de las virtudes que los liberales —especialmente los más ortodoxos— no se cansan de señalar. Sin embargo, el problema con ciertos bienes intelectuales no es el libre acceso, sino la posibilidad que ofrece la tecnología de su reproducción ad infinitum sin costo alguno. Porque, una vez que es creado, se transforma en un bien superabundante: es posible conseguirlo sin tener que hacer mayor esfuerzo y sin tener que pagar un centavo. Se me dirá que una película o un libro o una canción no es estrictamente un bien superabundante, como el aire o como los rayos del sol. Concedido. No es un bien ilimitado, porque no estuvo siempre allí, pero, una vez producido, se puede reproducir sin limitación y sin costo. Una vez creado, de ese bien cualquiera puede apropiarse sin tener que pagar nada. Como las ecuaciones de la física. Alguien se rompió el alma para conseguirlas, pero después cualquiera las puede usar, perfectamente gratis.
 
El ejemplo de la radio y la televisión sólo sirve a medias, porque, cuando aparecieron esas tecnologías, las opciones eran muy limitadas. Si alguien quería escuchar o ver un determinado programa, tenía que escuchar o ver además una cierta cantidad de publicidad no solicitada, que es la que hacía rentable el producto. No había forma de evitarlo. Es posible que, en el futuro, se puedan rentabilizar ciertos bienes intelectuales mediante el agregado de forma no solicitada de alguna cosa similar a la publicidad, pero parece difícil conseguirlo, en la medida en que esos bienes, una vez producidos, pueden ser reproducidos ad infinitum con costo cero y las personas pueden escapar perfectamente del peaje que se les quiere imponer.
 
¿Cómo se hace entonces para rentabilizar un bien que, una vez producido, se vuelve superabundante? ¿Se lo incorpora a otro bien y se vende este último, como la industria hace con la ciencia fundamental al transformarla en tecnología (no se venden las leyes de la física, pero sí se venden circuitos integrados)? Es peligroso esto, porque el incentivo resulta algo perverso. Bienes que consideramos valiosos en sí mismos sólo van a valer en la medida en que a algún emprendedor creativo se le ocurra cómo incorporarlos a otros bienes. Y en la medida en que a nadie se le ocurra, no se producirán. O al menos no habrá incentivos para que se produzcan. Los estados no dejan de hacer investigación fundamental con dineros públicos por el hecho de que la industria privada también haga investigación. Y la razón de que ello sea así, me parece, es que los incentivos del mercado no bastan, en ese caso, para asegurar que se produzcan todos los bienes que consideramos valiosos. Algo similar ocurre —y ocurrirá crecientemente—, me parece, con la cultura.
 
¿Hay que temerle a la promoción estatal de la cultura?
 
Guillermo Lamolle, que reúne la doble condición de científico y artista, objetaba lo siguiente:
 
No todos se creen científicos; la gente no anda por ahí investigando cómo funcionan los genes o los electrones. En cambio, todo el mundo se cree escritor o músico (no niego que con cierto derecho). Si se empieza a pagar a los artistas, se creará un mundillo de corrupción y amiguismo donde algunos cobrarán por hacer porquerías y otros seguirán creando en los ratos libres que les deja su trabajo en la panadería o en la oficina. Tal vez exista una especie de SNI (me refiero al actual Sistema Nacional de Investigadores) donde haya unos miles de personas registradas que deben demostrar su productividad en editoriales internacionales reconocidas. En la práctica no cambiará mucho; el arte no se terminará, porque siempre hubo artistas muertos de hambre, pero el sistema en sí no servirá para mucho, y en todo caso, en vez de promover un producto basándose en algo tonto, como la cantidad de discos de oro obtenidos, se lo hará por otra bobada: el grado que posea el autor dentro del escalafón de ese Sistema Nacional de Artistas. Habrá artistas “profesionales” y “amateurs”, pero ahora convalidados por una organización estatal. Otro asquete.
 
Sería tonto negar que el peligro existe. Pero existe también en la ciencia. Y los resultados no son tan malos. Por otra parte, a algunos artistas ya se les paga con dineros públicos: en el ballet del Sodre o en la Comedia Nacional o en las orquestas públicas o a los ganadores de los Fondos Concursables del MEC o a los ganadores de los proyectos que apoya el FONAM o los que apoya el ICAU (creo que la lista no es exhaustiva y hay más ejemplos). Ya hay muchos artistas que reciben algún tipo de promoción estatal. Habría que ver si los resultados son tan desastrosos. Yo no lo sé. Tiendo a pensar que no. Aunque tampoco es un tema que domine.
 
El peligro existe. Pero la no intervención estatal en la promoción de la cultura no parece una buena alternativa. La idea de que el Estado se mantenga al margen parece mucho peor y más peligrosa. Nadie sugiere, desde luego, que la promoción cultural privada deba ser impedida ni obstaculizada de ninguna manera. Y tampoco nadie estará obligado a acogerse a ninguno de los mecanismos de promoción estatal que puedan llegar a existir en el futuro —así como nadie está obligado a acogerse a los actuales—, si considera que ello coarta de algún modo su libertad creativa.
 
En un país como Uruguay, donde la inmensa mayoría de los intelectuales han vivido tradicionalmente del Estado, se exagera un poco el peligro que supone la cooptación por los gobiernos de turno. Si ese mecanismo fuera tan implacable, todos los intelectuales uruguayos deberían haber sido colorados, por la sencilla razón de que el Partido Colorado es el que más tiempo ha estado en el gobierno. Sin embargo, durante muchas décadas gobiernos colorados o blancos convivieron con una intelectualidad mayoritariamente de izquierda que vivía de sus sueldos públicos: sueldos de profesor en la Universidad o en el IPA o en la enseñanza secundaria, como en los casos de Arturo Ardao o de Carlos Real de Azúa o de José Pedro Barrán o de tantos otros. O sea que el mecanismo de cooptación no es tan efectivo, ni supone un peligro tan acuciante, ni un mal inevitable. La promoción estatal de la cultura no tiene como consecuencia necesaria, pues, que quienes viven de los dineros públicos estén intelectual o estéticamente alineados con el gobierno de turno.
  
El mercado proveerá una solución al problema, piensan los liberales. Puede ser que sí. Y puede que sea una gran solución. Incluso una solución óptima. Mientras eso no ocurra, no estaría mal que el Estado se encargara de promover más y mejor la cultura.
  
Agradecimientos: Para la redacción de esta nota me he beneficiado de la discusión con Ignacio Rodríguez Merlo, Miguel Molina y Gabriel Burdín, entre otros. Ignacio claramente no suscribe nada de lo que yo sostengo aquí. Miguel y Gabriel, pese a simpatizar con mi posición, tampoco son responsables de los errores que el texto pueda contener.  
 

El subsidio al pavimento y sus eventuales conflictos con una política nacional de cambio climático

Autor Invitado: Mauro Berazategui



El lunes 2 de mayo se realizará el lanzamiento del proceso de construcción de la Política Nacional de Cambio Climático (PNCC) para los próximos 40 años, convocado por el Sistema Nacional de Respuesta al Cambio Climático (SNRCC). En la convocatoria se destaca la necesidad de minimizar impactos locales y cumplir con los compromisos internacionales asumidos por el Estado en la materia. Es una excelente noticia que se esté pensando planificar a tan extenso plazo, algo que no es usual en el país, y no cabe duda que siendo este tema el que convoca toda preocupación es poca, dadas las proyecciones de efectos del cambio climático antropogénico, aún en sus versiones más leves, sobre la economía y bienestar de nuestras sociedades, la biodiversidad y los procesos ecosistémicos a nivel global.

Pensando en esta iniciativa, sería una pena que se transformase en un caso de lo que un colega llama 'esquizofrenia estatal': el Estado invirtiendo recursos valiosos en la identificación y atención de un problema mientras por otro lado el propio Estado frustra estos esfuerzos por acción u omisión. Ignoro si existe una terminología formal para este fenómeno, seguramente sí. Un ejemplo citable en el marco de los temas ambientales podría ser la elaboración de una lista de especies exóticas con efectos nocivos sobre la biodiversidad y economía del país y recomendaciones para su manejo por un lado, mientras se promueve la introducción y distribución de especies presentes en esta lista por parte de organismos del propio Estado (varias de las especies empleadas en el arbolado y ajardinado público, habilitación y promoción de la acuicultura con esturiones y carpas, entre otros ejemplos). Procederé entonces a presentar el caso que identifico en este asunto particular.

Recientemente fue aprobado el decreto 110/016, en el que el Ministerio de Economía y Finanzas establece una serie de beneficios fiscales en el marco de la ley de promoción de inversiones para los interesados en la construcción, ampliación y explotación de estacionamientos, a construirse antes de 2020. El fin declarado en el decreto es mantener el tránsito descongestionado en ciertas zonas de Uruguay (luego definen que son todas en Montevideo) mediante el incremento de las plazas de estacionamiento en las mismas. El efecto esperado es evitar el colapso del sistema vial ante un pronosticado incremento en la plaza automotriz de la capital. Siendo el dónde dejarlo un factor importante a la hora de decidir tanto la adquisición como la utilización de un automóvil como medio habitual de transporte, la aplicación de este decreto viene a subsidiar el aumento en la plaza automotriz, contribuyendo eventualmente al congestionamiento de la red vial que pretende aliviar. Más autos, a menos que estemos frente a una revolución tecnológica que lo evite, implica necesariamente un incremento en la emisión per capita de gases de efecto invernadero. Aquí comienza el conflicto con el eventual PNCC y es sólo una punta del asunto.

Al pensar en los efectos que tienen los cambios de cobertura del suelo asociados a la urbanización, las superficies pavimentadas han sido señaladas como uno de los factores centrales de degradación ambiental urbana, particularmente debido a los efectos de su extensión y continuidad sobre aspectos locales del cambio global antropogénico. En primer lugar, los pavimentos convencionales son superficies con una alta inercia térmica. Esto hace que el calor que retienen durante las horas de sol sea liberado lentamente durante la noche, haciendo a las ciudades varios grados más cálidas que su entorno y contribuyendo al fenómeno de isla de calor urbano. En segunda instancia, al reflejar la luz solar este tipo de superficies han sido señaladas como un factor importante en la producción de gases como el ozono, a partir de reacciones fotoquímicas que tienen como precursores algunos gases resultantes de las combustiones industriales y vehiculares. Destaco aquí al ozono ya que es un gas que goza de buena prensa cuando se presenta en las capas superiores de la atmósfera pero debido a su efecto como oxidante es responsable de la degradación de materiales como los plásticos y de daños a nivel celular en plantas y animales, siendo particularmente importante como causante de afecciones respiratorias en ciudades en las que el smog fotoquímico es un problema. Otro efecto de la pavimentación de superficies tiene que ver con la impermeabilización del suelo. Al disminuir la infiltración de agua de lluvia e incrementar la escorrentía por superficie se lleva a la degradación de cursos de agua ya que contaminantes y nutrientes que de otra manera serían degradados o retenidos localmente van a parar a los mismos. Los más notorios problemas ambientales en Uruguay en los últimos años, al punto de llegar a la relevancia en la opinión pública y disparar respuestas políticas específicas, tienen que ver directamente con la calidad de las aguas superficiales.

Dentro de todo este contexto, los estacionamientos son particularmente relevantes. Son superficies pavimentadas generalmente extensas, continuas y con poco sombreado cuando son abiertos, siendo fácilmente comprobable que se mantienen calientes durante varias horas de la noche. La combustión concentrada de los vehículos los hace una fuente importante de gases precursores del smog fotoquímico y los derrames de combustible y aceite, hollín y material de desgaste de los neumáticos van a parar rápidamente a los desagües sin ningún tipo de tratamiento. Y está el ruido, que es otro asunto aparte. Para mitigar estas condiciones es usual la utilización de pavimentos permeables e infraestructura verde como arbolado y ajardinado de sitios de estacionamiento y fundamentalmente se vuelcan recursos a la investigación en este sentido. Nuestro país está bastante lejos de la vanguardia en estos temas particulares y las menciones a estacionamientos subterráneos (por ejemplo debajo de plazas públicas, lo que constituye otra fuente de conflicto) están motivadas más por falta de espacio que por temas ambientales. El decreto promulgado no establece ningún criterio al respecto, por lo que si la normativa municipal lo permite es de suponer que termine subsidiando todo lo contrario a lo que se entiende como buenas prácticas en este sentido.

Uno más enterado podrá decir algo sobre el efecto que tiene la promoción del transporte particular en la degradación del tejido social. Algún otro podrá hablar sobre las consecuencias de un decreto que busca asegurar el lucro privado a través de la renuncia a la recaudación de impuestos necesarios para atender demandas colectivas como un buen transporte público o el propio mantenimiento de la infraestructura vial. Los objetivos de esta nota en particular han sido plantear que este decreto va a contramano de paradigmas emergentes en temáticas ambientales y urbanísticas, contribuyendo a restar seriedad y efectividad a las buenas intenciones del propio Estado en estas áreas. Sería bueno que en el proceso de construcción del PNCC se priorice la revisión de las normativas actuales, a fin de evitar posibles conflictos.

*Foto: Lucía Bartesaghi. Lindo y funcional: las infraestructuras verdes, como este jardín vertical en el Instituto Humboldt en Bogotá, Colombia, contribuyen a mitigar efectos locales sobre el clima asociados a la urbanización.

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