La calidad de la educación: efectos colaterales

Fuente: Wikimedia Commons.
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La sociología no tiene muchos teoremas, pero los que tiene son contundentes. El teorema de Thomas establece que “si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias”. Esto no supone la primacía de lo subjetivo sobre lo objetivo, y menos aún (como abrazarían los posmodernos), renunciar a la posibilidad del conocimiento objetivo. Lo que señala es que una explicación completa de los fenómenos sociales debe tener en cuenta la forma como los individuos definen la realidad, porque – sin importar su grado de adecuación a los hechos – las acciones enmarcadas en estas definiciones crean una realidad en sí misma.

El “problema de la calidad de la educación”, específicamente el de la calidad de los aprendizajes, ilustra a la perfección el teorema de Thomas, y muestra cómo las consecuencias de las definiciones colectivas pueden llegar a tener alcance mundial, y comprometer por entero a sociedades, estados e instituciones que en otros aspectos son tremendamente distintos. Asimismo, se puede utilizar el teorema para mostrar cómo las definiciones sobre qué es un problema (y qué no), están atravesadas por asimetrías de poder en la capacidad de construirlas; cómo estas construcciones (parciales, interesadas), adquieren estatus de realidad objetiva y cancelan alternativas posibles; cómo habilitan, en su parcialidad, sólo algunos tipos de discusiones y “soluciones”, que estructuran el funcionamiento de los sistemas y constriñen la acción de los sujetos.

Actualmente, la “calidad de la educación” es un problema para un amplio rango de países, independientemente de si poseen economías florecientes y sus alumnos resuelven ecuaciones diferenciales, o de si éstos se desmayan de hambre en clase. Evidentemente, el problema no es el mismo en todos lados. En unos se trata de cómo formar líderes en ingeniería aeroespacial, y en el otro, con suerte, de que aprendan a escribir su nombre. Sin embargo, se utiliza el mismo término genérico para todos los casos; se lo observa con los mismos instrumentos; se proponen políticas similares.

Para explicar esto es necesario dimensionar el alcance de la gobernanza global de la educación, esto es, la incidencia que instituciones como la OCDE o el Banco Mundial tienen en la definición de los problemas educativos, su diagnóstico, y la formulación/financiación de soluciones que (frente a la urgencia política y la desposesión técnico/económica de los equipos nacionales) terminan por imponerse como la agenda educativa.

No es necesario suscribir el discurso facilista y autocompasivo que responsabiliza a estas instituciones por todos los males de nuestros países, otorgándoles poderes divinos e intenciones maquiavélicas, para reconocer que son actores política y simbólicamente fuertes. Señalar esta influencia tampoco implica desconocer los aportes fundamentales que han hecho al debate educativo. Estos organismos no inventaron el problema de la calidad de la educación, que surgió de manera relativamente independiente en muchos países en los últimos 50 años. Sin embargo, en virtud de sus recursos económicos y de la capacidad de allegarse a saberes socialmente prestigiosos (expertos en economía y estadística), han logrado delimitar un problema de alcance mundial, un lenguaje común, una forma de observar y medir la calidad de la educación aplicable universalmente. Estos procesos, aunados a alianzas políticas, así como a transformaciones más amplias pero conexas – individualización, auto-mutilación del estado, eficientismo – han derivado en una gramática particular de generación de problemas y soluciones para la educación; una gramática que frecuentemente genera subproductos aparentemente incuestionables, aunque de dudoso fundamento: son los efectos colaterales de la calidad educativa.   

Manejar definiciones universalmente válidas de la calidad de la educación no es, en sí mismo, negativo. En tanto derecho universal, debería ser posible establecer criterios mínimos, objetivos, sobre lo que todos los alumnos deben aprender: alfabetización, comprensión de textos, operaciones matemáticas. Al mismo tiempo, dado que la escuela debe transmitir algo más que conocimiento, no parece aventurado impulsar a distintos países a que sus alumnos desarrollen habilidades cognitivas superiores. Sin embargo, el hecho de que las evaluaciones estandarizadas sean el único medio para observar la calidad de la educación (es decir, que se hayan institucionalizado como metodología), acarrea problemas que no son menores.

Algunos países, de los cuales Estados Unidos es un caso paradigmático, han pasado de utilizar las pruebas estandarizadas de aprendizaje con fines de diagnóstico a hacerlo como instrumentos de premio/castigo para las mejores/peores escuelas. Esto ha llevado, en la mayoría de los casos, a un deterioro de los procesos educativos y a un estrechamiento de los objetivos de aprendizaje: cada vez más tiempo de clase se dedica a preparar estas pruebas: los alumnos son entrenados para responder reactivos similares a los que serán evaluados; el currículum se reduce a lo que las pruebas evalúan. Algunos maestros y escuelas llegan a hacer trampa para obtener mejores resultados; en ocasiones, estos profesores han terminado presos. La “solución” es comprar un software para la detección de trampas.  

Por otro lado, aun cuando las evaluaciones estandarizadas sólo se utilicen con fines de diagnóstico - como hace PISA -, la necesidad de comparabilidad internacional y el foco en las habilidades han hecho que los sistemas educativos sean “evaluados” por aquello que, en muchos casos, no enseñan porque no está entre sus objetivos. En este caso la tentación política es mover rápidamente al sistema a enseñar lo que las pruebas evalúan, sin un proceso de reflexión respecto de cómo balancear/vincular habilidades y contenidos, o – peor aún – sin preparar adecuadamente a los maestros para un cambio de tal magnitud.

Más allá de lo que se entienda por calidad (aunque no totalmente independiente de ello), las asimetrías políticas en la definición del problema han derivado en que, en muchos países, la agenda acerca de las posibles soluciones esté dominada por una visión empresarial de los procesos. Esta visión no es necesariamente privatizadora, aunque en sus extremos está esta posibilidad. Si bien supone un avance con respecto a los modelos insumo-producto favorecidos por los economistas (promueve imágenes de los procesos escolares favorables a conceptos como la descentralización, la desregulación, la autonomía y el liderazgo), la evidencia que la sustenta es escasa. Por eso llama la atención la simpatía que despiertan estos conceptos; creo que se explica por su afinidad con la retirada del Estado de los asuntos públicos, así como con las representaciones sobre la economía post-industrial.

La consecuencia más inmediata de la difusión de este paradigma es el diseño de políticas y programas que otorgan autonomía a las escuelas, en tanto agencia principalmente responsable de los resultados educativos, lo que – una vez instaurado, es decir, incrementados los márgenes de decisión – refuerza estas mismas representaciones. A nivel de calle, estas visiones (junto con el deterioro de la imagen de “lo público” y de “los funcionarios”) han fortalecido el desprestigio y la desconfianza hacia los maestros y profesores. En el caso de Uruguay, el círculo se cierra con la exposición permanente de las escuelas privadas “ejemplares”, gratuitas, que atienden a alumnos pobres, los cuales – casi nunca se menciona – están fuertemente seleccionados por variables académicas. En tiempos de autoayuda, el voluntarismo ingenuo también contamina a las representaciones sobre la educación.

No es casual que la visión empresarial de la educación sea una espiral de reactivación permanente de la desconfianza (en el fondo, todo empresario vive una tensión entre confianza/desconfianza respecto de sus empleados). A la desconfianza en el Estado, burocrático y centralizado, se opone la confianza en los maestros, como agentes locales capacitados y sensibles al contexto. A la desconfianza en los maestros, sindicalizados y desmotivados, se opone la confianza en las comunidades y las familias (y por qué no, los empresarios), usuarios últimos del servicio educativo y, por lo tanto, los principales interesados en sus resultados. Esto implica dotar a las familias de poder para incidir en la escuela, o directamente, para cambiar de escuela, lo cual nos acerca a los mecanismos de mercado. Finalmente, según esta visión, como la relación clientes-escuela está expuesta a asimetrías de información, es necesario mantener instrumentos centralizados de “control de calidad” (las evaluaciones estandarizadas) y difundir sus resultados para que, tanto los gobiernos como las familias, tomen las mejores decisiones.


Lo importante aquí es no matar al mensajero. No se trata de definir si las evaluaciones estandarizadas de aprendizaje son “buenas o malas”; no tiene sentido discutir, en abstracto, las virtudes de tal o cual modelo educativo. Lo que es necesario retener es que, incluso las definiciones conceptuales y las operaciones de medición más neutrales son susceptibles de interpretaciones, apropiaciones y usos políticos que representan visiones sesgadas de los problemas educativos. Estos sesgos no son arbitrarios, pero tampoco son siempre maquiavélicos: se reproducen en la operación regular de las instituciones, en la circulación de los discursos mediáticos, en los productos regulares de los expertos. Estas operaciones se dan sentido mutuamente, de manera recursiva, y conforman una cosmovisión naturalizada que muchas veces hace perder de vista lo reciente de su origen, la fragilidad de sus equilibrios y lo altamente probable que es que, en el futuro cercano, estemos hablando de otras cosas. 




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