En agosto de 2022 participé de una cena en que estaban presentes los más connotados empresarios de Uruguay. También se encontraban en torno a esa mesa unos pocos dirigentes políticos con liderazgo nacional. El motivo de la cena era hablar sobre la situación de Chile, país “modelo” en la región, caído en desgracia luego del estallido de 2019. A los asistentes les interesaba especialmente entender las características del gobierno de Gabriel Boric y del caótico primer proceso constituyente. Al terminar la exposición y con el ida y vuelta de preguntas y respuestas comenzó a instalarse en el ambiente el consabido: “Como el Uruguay no hay”. Alusiones a la fortaleza de los partidos políticos, a su arraigo social y a su moderación terminaron de redondear el tono complaciente con que cerramos la velada.
Hace poco más de tres meses, también en Montevideo, participé de un diálogo inter-partidario sobre temas de seguridad en la región y en Uruguay. La relatoría de ese diálogo puede leerse aquí.[1] Salí de esa instancia respirando aliviado. Ante una región en que cunden el modelo “Bukele” y el populismo punitivo, en Uruguay uno encuentra (los cada vez más escasos) consensos traslapados. Es decir, orientaciones compartidas que pueden asentar políticas de estado sobre temas estratégicos para el país.
Por un lado, la derecha reconoce sin ambages que la política social debe ser parte de la política pública de seguridad. Por otro lado, la izquierda asume que la política social no alcanza. Aunque es necesaria, se requiere a su vez contar con políticas sectoriales de seguridad bien pensadas e implementadas para perseguir el delito. Ambos sectores, por lo demás, reniegan del “populismo punitivo” y ven en Uruguay la posibilidad de construir un contra-modelo a Bukele, mediante instancias de cooperación inter-partidaria para el diseño, la implementación y la evaluación de la política pública. Como el consenso que ha saturado transversalmente durante estos años en torno al valor de la estabilidad macroeconómica y las reglas de juego para estimular la inversión, sobre la base del consenso traslapado sobre temas de seguridad, Uruguay podría intentar consolidar también políticas de estado sensatas en torno al tema de la seguridad. Salí de ahí recitando: “Como el Uruguay no hay”.
Desde ese sesgo tan nuestro, hace unas semanas, comencé a seguir con más intensidad de lo que venía siendo habitual la campaña electoral para las elecciones de octubre. Para no aburrir, me encontré con una campaña penosa y triste, repleta de personajes estridentes y banales, confrontando en base a ataques personales y rastreros. No encontré todavía una idea debatida con algo de profundidad. Me dije, para conformarme, “es que en un país en que las cosas andan tan bien, solo se trata de elegir al personaje menos malo para presidente”. Pero como soy auto-flagelante y siempre termino encontrando alguna razón para el pesimismo, me puse a buscar algunos temas cercanos a mis intereses personales y de investigación en que Uruguay no anda tan bien. Rápidamente encontré cinco.
Primero, Uruguay ha consolidado niveles centroamericanos (con perdón de los países del istmo) de deserción educativa. La tasa de no compleción de educación secundaria (liceo o UTU) es cercana al 60% y a estas alturas debiera considerarse una vergüenza nacional. Al mismo tiempo, para una sociedad que se piensa y percibe como igualitaria, las brechas socioeconómicas del nivel de logro y calidad educativa también rompen los ojos.[2]
Segundo, Uruguay ostenta, para sus niveles de capacidad estatal, de integración social y de desarrollo socioeconómico, tasas de homicidios asombrosas. Mientras Argentina alcanza tasas de aproximadamente 4 cada 100.000 habitantes, la cifra uruguaya triplica ese registro con cerca de 12 homicidios cada 100.000 habitantes. La tasa nacional varía fuertemente entre zonas cercanas.[3] Los homicidios también reflejan la desigualdad.
Tercero, excepto por Cuba y (recientemente) El Salvador de Bukele, Uruguay es el país latinoamericano con mayores tasas de encarcelamiento de su población.[4] Ni las dictaduras de Nicaragua y Venezuela, ni países connotados por contar con bandas carcelarias cuya actividad criminal tiene alcance internacional (Brasil, Ecuador y Venezuela) encarcelan a tasas cercanas a las de Uruguay. Esas tasas de encarcelamiento se asocian además a altos niveles de hacinamiento (y violación de los DDHH de los reclusos) y a niveles comparativamente muy bajos de reinserción.[5] La cárcel en Uruguay es criminógena, al tiempo que contribuye a reproducir desigualdades sociales. Esa reproducción es intergeneracional en tanto los hijos de reclusos tienen muchísimas más probabilidades de terminar presos en su adultez. Como en el resto de la región, quienes van presos en general son pobres.[6]
Cuarto, frecuentemente miramos Argentina para sentirnos bien y hay justificadas razones para ello. Sin embargo, Uruguay exporta significativamente más población que Argentina. A pesar de sus crisis recurrentes, nuestro vecino tiene hoy un 2.37% de su población viviendo fuera del país. El guarismo equivalente para Uruguay alcanza al 10.7%.[7] Al mismo tiempo, Argentina atrae comparativamente más inmigrantes que Uruguay. Por alguna razón, a pesar de las variadas virtudes de Uruguay, una proporción relevante de nuestros compatriotas sigue buscando futuro en otros horizontes y quienes buscan a dónde migrar, no parecen encontrar tantas virtudes en el “paisito” como quienes todavía viven allá.
Quinto, Uruguay se ha vuelto un hub logístico relevante para el tráfico de grandes embarques de droga. Esto vino a complementar su larga tradición en el negocio del lavado de activos a nivel internacional.[8] Sin embargo, o por eso mismo, los escáneres y radares son pocos y se tienden a romper. Del mismo modo, Uruguay ha invertido muy escasamente en la detección, persecución y judicialización de casos de lavado de activos.[9]
Esta última situación es riesgosa para los ejemplares partidos políticos uruguayos. No existe crimen organizado efectivo sin infiltración significativa de estructuras estatales y políticas. Sin embargo, los partidos políticos uruguayos han sido transversalmente reacios a sincerar y regular su financiamiento electoral. No hay partido político que hoy pueda asegurar que alguna de sus actividades no esté ya siendo parcialmente financiada, directa o indirectamente, por recursos asociados a los intereses de operadores de mercados ilegales relevantes en el país. Sin embargo, todos escupen al cielo y chicanean con la corrupción y los escándalos del que está en frente. Las estructuras criminales también han penetrado la vida barrial. Hace un par de semanas, en otra visita a Montevideo escuché a una militante política de base decir que, en su barrio, el estado, así como los partidos y sus liderazgos ya no aparecían como antaño. Su lugar lo habían ido tomando los narcos y los evangélicos. Por esta misma razón, ningún partido puede tampoco garantizar que sus listas no estén integradas ya por miembros de organizaciones criminales locales.
Ayer, antes de ponerme a trabajar en el borrador que tenía para este texto, escuche un editorial de Gabriel Pereyra en VTV, en el que desarrollaba un argumento similar al que he planteado hasta aquí.[10] En esa columna, Pereyra mencionó las tasas de deserción escolar y la problemática de las cárceles. Además hizo referencia a dos estadísticas comparativas adicionales en que Uruguay es virtualmente campeón mundial: la infantilización de la pobreza y el suicidio. En suma, temas relevantes y urgentes para discutir en la campaña nos sobran.
Entonces, más allá de la enorme distancia social que uno observa al “norte y al sur de Avenida Italia”, ¿qué puede explicar la disociación entre la imagen que tienen del sistema político, y del país, los empresarios y las elites políticas nacionales que hacen gárgaras con la excepcionalidad nacional y el panorama alternativo que surge de pensar en alguna de estas problemáticas graves y urgentes? Por otro lado, ¿hay alguna relación entre el tipo de campaña que hoy observamos desplegarse en los medios y las redes sociales y la creciente disociación entre la realidad que enfrenta la ciudadanía y la visión del país que sostienen las elites? En este sentido, y más allá de su “excepcionalidad”, ¿hay algo que Uruguay pueda aprender de la experiencia comparada?
Mi impresión es que Uruguay está comenzando a transitar desde un modelo de movilización político-electoral articulado en torno a organizaciones partidarias densas y con llegada territorial, a un modelo de movilización política “desde arriba”. Esa transformación, que en buena parte de la región ha llegado de la mano de cotizados expertos en comunicación política, termina contribuyendo a disociar al liderazgo político de la realidad en que viven aquellos a quienes se pretende representar.
Dada la irrupción de nuevas tecnologías que permiten sondear estados de opinión y comunicar a distancia, estas estrategias son eventualmente eficientes para sintonizar con el estado de ánimo de la población y ganar elecciones. Sin embargo, en última instancia, este tipo de movilización política no construye poder, sino que lo diluye. Al mismo tiempo, este tipo de movilización ambienta (especialmente en un contexto de mayor segregación socioeconómica) una desconexión creciente y eventualmente peligrosa para la democracia entre los liderazgos políticos, las elites y la ciudadanía.
Usualmente me preguntan cómo y por qué me interesé en el tema del crimen organizado, especialmente considerando que los países a los que presto atención más cercana en mi investigación eran países lejanos a las expresiones más dramáticas de ese problema. Mi respuesta siempre vuelve al trabajo de campo sobre las campañas locales de partidos políticos en Chile durante las últimas dos décadas. En ese tiempo, vi languidecer progresivamente la estructura partidaria y la organización social vinculada a la mediación política a nivel territorial. En ese contexto también vi irrumpir dos organizaciones que fueron ocupando cada vez más espacio a nivel local: las bandas dedicadas al microtráfico y las múltiples expresiones de la iglesia evangélica. De ahí mi sorpresa al escuchar esa misma referencia durante mi última visita a Montevideo.
En Chile, esas dos organizaciones a las que en algunas instancias vi colaborar abiertamente (también cooperan en las cárceles de la región) comenzaron a sustituir o cooptar a la estructura social local, por ejemplo, financiando clubes de fútbol barriales (muchas de las ligas locales tienen mecenas asociados a bandas de crimen organizado) o juntas de vecinos. También los vi avanzar en el sector comercial (que depende de las patentes para negocios locales que otorgan los municipios), a través del cual se lava parte del dinero que genera la actividad ilegal. El diezmo que reciben las iglesias, se me mencionó frecuentemente como un mecanismo de lavado. Esas iglesias han ido ganando centralidad, en Chile y en toda la región (el caso brasilero es el más claro), en el financiamiento de campañas electorales y en la emergencia de nuevos referentes partidarios y candidaturas afines a sus intereses.
Al mismo tiempo que observaba eso en el trabajo de terreno, los líderes políticos y las elites empresariales de Chile seguían hablando con orgullo del “modelo chileno”. Mientras tanto, los colegas escribían papers sobre la fuerte “institucionalización” del sistema de partidos y sobre el exitoso modelo de formación de políticas públicas propiciado por la altísima calidad (en términos comparativos) de su sistema político.[11]
Sin embargo, al observar las campañas que los liderazgos partidarios montaban en sus distritos, uno veía campañas fuertemente personalistas, estructuradas en torno a mensajes y estrategias facilongas. Progresivamente, ante su incapacidad para convocar jóvenes y formar nuevos liderazgos, los partidos chilenos comenzaron a recurrir a figuras de los medios, del deporte, o del mundo cultural para instalar rápidamente nuevos candidatos (que contaban con un reconocimiento de nombre y marca que los partidos ya no podían sustentar). Eventualmente, los partidos políticos chilenos se convirtieron en el equivalente a cultivos hidropónicos: se veían muy verdes y vistosos desde arriba, pero carecían de raíces firmes en la sociedad. Eventualmente, esos partidos fueron desafiados electoralmente por nuevas coaliciones electorales, cada vez más precarias. Hoy el parlamento chileno cuenta con más de veinte partidos, que compiten para liderar los rankings de personalismo, indisciplina y discolaje.
En comparación con la situación chilena, los partidos políticos uruguayos aún están fuertes y cuentan con una llegada territorial envidiable. A eso contribuye también la presencia de una estructura estatal porosa, universalmente presente en el territorio. Sin embargo, al observar cómo viene la campaña, no pude evitar pensar en cuánto están pesando hoy esas estructuras que Uruguay aún sostiene, en contraposición a las estrategias de movilización electoral desde arriba que hegemonizan el debate en los medios y las redes sociales.
Dado el cambio tecnológico, la movilización desde arriba es tentadora para los líderes políticos. Se puede “conectar” sin tener que embarrarse los pies ni pasar malos ratos o perder tiempo en intentar construir una relación más genuina con la ciudadanía. Para hacerlo, rinde profundizar grietitas, apelar a la chicana y recurrir a la estridencia en las plataformas de comunicación social.
Sin embargo, ese tipo de movilización solo paga a corto plazo. Quienes ganan elecciones de este modo, terminan eventualmente enfrentándose a altos niveles de impopularidad cuando gobiernan, porque las coaliciones electorales que logran hacer confluir la noche de la elección tienden a ser armados bastante precarios y evanescentes. También son más débiles las coaliciones políticas que los llevan al poder, lo que hace muy difícil encausar una gestión de gobierno efectiva.
Por esta razón, el otrora “ejemplar” sistema político chileno se encuentra hoy atrapado en un ciclo de alternancias entre liderazgos y movimientos de opinión. Quienes alternan son cada vez más estridentes en términos retóricos (y son desafiados rápidamente por rivales aún más estridentes que ellos). Pero la radicalidad retórica es la contracara de la inoperancia. Esos liderazgos se han vuelto incapaces de producir cambios tangibles y valorados por la sociedad (los dos intentos fallidos de reforma constitucional son un ejemplo de ello), porque rápidamente el poder que les entrega la elección se desvanece a raíz de la fragmentación e ilegitimidad creciente de todo el sistema. Dada esta configuración, la ciudadanía se enfrenta a un sistema político atrapado en una polarización banal e irrelevante, entre personajes cada vez más payasescos. Ese sistema, al mismo tiempo, fracasa persistentemente en atender y procesar las demandas ciudadanas.
La situación de Uruguay es sin duda mejor a la chilena. También es excepcional a nivel regional. Pero la tendencia de cambio que uno observa a la distancia es francamente preocupante. Como ante la ola de autoritarismos de los 1960s y 1970s podemos seguir pensando que Uruguay y su sociedad de cercanías lograrán amortiguar las tendencias que uno ve emerger en los países vecinos.[12] Sin duda, algo de eso hay.
Pero, como volvió a mostrarlo la reciente experiencia del país con el Covid-19 en 2021, estribar en nuestra recurrente excepcionalidad constituye una apuesta arriesgada. Ante la dilación de la llegada del Covid-19 a nuestras costas en 2020, no fuimos pocos quienes nos ilusionamos pensando que la pandemia a Uruguay no llegaría tan fuerte porque la cepa de la BCG que nos había tocado en suerte en los 1980s, o el tomar tanto mate, mágicamente nos protegerían. No obstante, más allá de la excepcional gestión del GACH, cabe recordar que el Covid-19 nos pegó muy fuerte en 2021, dando por tierra con nuestra ilusión de excepcionalidad. En suma, con la perspectiva que proveen nuestras apuestas fallidas a lo único e irrepetible del paisito, tal vez haya llegado ya el momento de atinar. De lo contrario, me temo, seguiremos consignando a bajo precio las joyas de la abuela.
Juan Pablo Luna
Profesor Titular, Escuela de Gobierno, Universidad Católica de Chile
Tomado de Razones y Personas. Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 3.0 No portada.
[1]https://www.thedialogue.org/analysis/uruguay-insecurity-and-organized-crime/
[2] https://pisa.anep.edu.uy. Véase también: https://www.scribd.com/document/379476700/Libro-Abierto-EDUY21
[3] A modo de ejemplo, mientras en la zona céntrica y costera de Montevideo la tasa nacional desciende a menos de 5 homicidios cada 100.000 habitantes al año, en las áreas geográficamente cercanas a la periferia de la ciudad, la tasa de homicidios es de 28,1 cada 100.000 habitantes en la Zona 3 y de 20 cada 100.000 habitantes en la Zona 4. A nivel nacional, Rivera posee la segunda tasa de homicidio más alta en el país (11 homicidios cada 100.000 habitantes), mientras Tacuarembó también presenta tasas relativamente altas (10 homicidios cada 100.000 habitantes). Véase: https://www.gub.uy/ministerio-interior/sites/ministerio-interior/files/documentos/publicaciones/Rojido%20et%20al%202024%20Tipología%20de%20los%20Homicidios%20en%20Uruguay%20vF.pdf
[4] https://en.wikipedia.org/wiki/List_of_countries_by_incarceration_rate
[5] https://ladiaria.com.uy/usuarios/entrar/?article=112028
[6] https://www.infobae.com/america/america-latina/2024/09/05/carceles-de-uruguay-presentan-hacinamiento-critico-con-el-mayor-numero-promedio-de-presos-de-america-latina/
[7] Los datos pueden consultarse aquí: https://datosmacro.expansion.com/demografia/migracion/inmigracion. Agradezco a Andrés Malamud, a quien he escuchado hacer esta comparación previamente.
[8] https://www.cambridge.org/core/books/criminal-politics-and-botched-development-in-contemporary-latin-america/B63F25A3ABF3F42F723E70CD22C010F8
[9] https://www.gub.uy/secretaria-nacional-lucha-contra-lavado-activos-financiamiento-terrorismo/sites/secretaria-nacional-lucha-contra-lavado-activos-financiamiento-terrorismo/files/documentos/publicaciones/ENR%20Uruguay%20SENACALFT%20para%20Difusion%2026JUL23.pdf
[10]https://www.youtube.com/watch?v=XCmvTHmQNEk
[11]Véase por ejemplo: Banco Interamericano de Desarrollo, ed. La Política de Las Políticas Públicas: Progreso Económico y Social en América Latina. Idb, 2006.
[12]Véase: http://ciesu.edu.uy/wp-content/uploads/2013/11/real_-_uruguay_una_sociedad_amortiguadora.pdf