Nuestros derechos legítimos sobre las mujeres


Todo el mundo está en contra del acoso sexual. ¿O no? Algunas de las reacciones recientes frente a la iniciativa “Un baile libre de acoso”, del CECSO-FEUU, o a la campaña del Colectivo Catalejo para desincentivar el acoso callejero, demuestran que la cosa es mucho más complicada. La respuesta ha sido inusitada, feroz y abrumadoramente masculina.

Se podría decir que el problema está en que no todos entendemos lo mismo por “acoso”; que algunos creen que es distinto un piropo elegante a una guarangada; que existe un riesgo de malentender y reprimir acercamientos “legítimos”. Sin embargo, el tono de la reacción no busca despejar estos malentendidos, menos aún obtener una comprensión empática de la experiencia cotidiana de las mujeres. Las denuncias se minimizan; la indignación se juzga histérica; las propuestas se ridiculizan. Se acusa al feminismo de tener “agendas ocultas”.

Esta actitud la despliegan, sobre todo, hombres. A diferencia de lo que sucede con el aborto, no hay argumentos espirituales. Muchos de estos hombres son liberales o de izquierda. Casi todos niegan ser machistas. Algunos ni siquiera habrán dicho un piropo en su vida. No hay ideologías explícitas o grupos de interés que justifiquen la reacción: sólo el hecho de ser hombres. Se actúa en defensa del gremio. Más que un malentendido, entonces, estamos frente a un conflicto político y cultural en torno a formas naturalizadas de poder y violencia que, del otro lado, se perciben como libertades fundamentales para el ejercicio de una masculinidad “sana”. El hecho de que estas libertades exijan un papel muy definido para la mujer no es tenido en cuenta. No están en juego las libertades de todxs.  

¿Cuál es el origen de esta resistencia? No es necesario recordar que, durante la mayor parte de la historia de la humanidad (y en muchas culturas todavía hoy), las mujeres han sido (y son) concebidas y utilizadas como recursos, mercancías y trofeos. Controlar el cuerpo y la sexualidad de la mujer era fundamental para mantener el poder político y familiar; así se controlaban la población, las alianzas y la herencia. Como consecuencia, el control de las mujeres también jugó (juega) un papel importante en la construcción de la identidad y el orgullo masculinos.

Igual de cierto es que, en Occidente, se han logrado enormes avances en los derechos de las mujeres y en la liberación del poder patriarcal. Persisten, sin embargo, representaciones y prácticas muy arraigadas que presuponen y reproducen a la mujer como objeto, sobre todo en el ámbito de la sexualidad. La desaparición jurídica de la tutela masculina y la consecuente salida de la mujer al espacio público no hicieron desaparecer las expectativas de control patriarcal; más bien las desplazaron al espacio de los encuentros cuasi-anónimos de la vida urbana, donde las mujeres “libres” (“solas”) son percibidas por default como “sexualmente disponibles” y, también en automático, susceptibles de ser tratadas de acuerdo a los deseos sexuales de cualquier hombre.

El piropo/acoso, entonces, no es solo un acto individual, sino una institución social; un conjunto de reglas y representaciones que ordenan el mundo. Sólo así puede entenderse su aceptación generalizada (hasta hace muy poco), así como las resistencias cuando se lo cuestiona. No es el resultado de una disposición sicológica, una acción de “espontáneos del amor” o de hombres especialmente perversos. Es una actividad regulada por códigos implícitos, basados en representaciones sobre el rol “natural” de los géneros, que se actualizan y reproducen con cada interacción acosadora.

Una de las representaciones centrales de esta institución es el deseo sexual masculino. En la práctica, este deseo no siempre se explicita de la misma forma; incluso es probable que muchas veces no exista como tal y simplemente sea un performance indispensable para justificar el piropo. Sublimadas o agresivas, lo común a todas estas manifestaciones es que el deseo no se cuestiona nunca; no sólo se asume como natural, sino como algo que otorga derechos.

¿Significa esto que los hombres son agentes de un patriarcado “en resistencia”, cada vez que le dicen algo a una mujer por la calle, o cuando se ponen densos en un baile? No de forma totalmente consciente; pero, si uno pide argumentos, inmediatamente afloran múltiples representaciones patriarcales.

El piropeador “elegante” dirá, como si fuera justificación suficiente (y lo peor, sin haber hablado nunca del tema con una mujer) que a muchas mujeres les gusta, que les hace sentir lindas. Incluso si cientos de mujeres le dicen lo contrario, mantiene su posición. Él las conoce y sabe que, en el fondo, la ratificación masculina de su belleza les alegra (después de todo, “todas las mujeres son coquetas”). Pero nadie piropea por hacer sentir bien a una mujer. Los motivos inmediatos son de lo más variados: hacerse el vivo con los amigos, reavivar la esperanza y la fantasía, ejercer un automatismo; lo que nunca importa es qué le pasa a la mujer que está del otro lado. El motivo subyacente es porque se puede, porque la mujer no tiene opción de reaccionar.

Quien piropea cuenta, casi siempre, con el silencio pasivo de la mujer; activa una situación de sometimiento. La expectativa es que el piropo se acepte con amabilidad y pasividad, es “en buena onda”. El acosador de baile clásico dirá que, si no se insiste (incluso después de un “no”), nunca se conquista. La mujer es un ser pasivo a ser conquistado, no sin antes oponer una resistencia ritual que debe ser quebrada. En el fondo, lo que se pone en juego es el derecho masculino al ejercicio de su deseo sexual. El acoso, incluso en su versión más light, es una violación simbólica.

La inscripción del piropo/acoso en un esquema de poder sexual queda en evidencia cuando se le proponen a un hombre estos ejercicios mentales: 1) imagínese que va por la calle con su mujer o su hija y alguien le dice un piropo; 2) imagínese que va por la calle y un hombre le dice un piropo a usted. En ambos casos, la rápida respuesta es: “lo cago a piñas”. Se reacciona así al intento de sexualizar algo que es propio, no sexualizable por otro. Externar el deseo sexual de forma impune es una manifestación de poder, es sugerir la posible ejecución de ese deseo. Las piñas son necesarias para restaurar el equilibrio de poder (simbólico, pero también físico) en favor del varón heterosexual, vulnerado por el piropo. En la relación hombre-mujer, este desequilibrio se percibe como natural.

Adicionalmente, el mundo masculino no está integrado sólo por piropeadores elegantes y acosadores nocturnos moderados. En realidad, estas manifestaciones son el extremo soft de un continuo de actitudes que, la mayor parte de las veces, incluyen violencia directa: el que dice lo peor que sabe, el que toca, el que persigue, el que muestra los genitales, el que amenaza. También hay un sub-producto del piropo: el insulto al cuerpo (las muy flacas, las gorditas y las feas lo saben). No se salva nadie, porque la belleza no es el tema. Para la mayoría de las mujeres esto empieza cuando todavía son niñas, alrededor de los 12 años.

Los defensores del “piropo elegante” y de la “insistencia educada” pretenderán que no todo es igual. Que hay que tener respeto; que es muy claro cuándo alguien se pasa de la raya. Pero el dispositivo que habilita el piropo, el toqueteo y el insulto es el mismo: el permiso del hombre para actuar su deseo sexual frente a un objeto que debe aceptarlo pasivamente. Lo que no entienden los defensores del piropo es que no está en ellos decidir qué es aceptable para una mujer y qué no; que nadie tiene por qué ir por la calle recibiendo comentarios sobre su cuerpo de ningún tipo. Tampoco entienden que las mujeres no tienen que soportarlos sólo a ellos en particular, sino que cada día tienen que soportar a decenas o cientos de tipos como ellos o peores. Las mujeres caminan sin saber en qué cuadra les van a meter una mano; ellos se creen geniales por decirles que se les cayó un papelito.

La resistencia viene, entonces, de una defensa automática de lo que los hombres consideran sus derechos naturales como hombres: la disposición impune, aunque sea performática, del cuerpo de las mujeres.

Addenda: hay quienes, no estando de acuerdo con ninguna práctica de este tipo, esperan que se resuelva sola, como fruto del cambio cultural o del avance en la equidad formal. Temen por las restricciones a “la libertad” que su control o represión podría generar. El problema es que lo que se percibe como libertad en realidad no lo es; se trata de un orden regulado y jerarquizado, con ganadores y perdedoras. De hecho, como se ve con el experimento mental del hombre al quien le piropean “sus” mujeres, el acoso está prohibido siempre que la mujer esté acompañada de un hombre. La represión existe, pero es un derecho exclusivo del hombre, dueño del cuerpo de sus mujeres y de su honor. Mi opinión es que, si es necesario restringir las libertades de unos para garantizar las libertades de otras, bienvenida sea la organización colectiva que lo intente. De eso se trata la justicia, no de esperar a los ángeles.

El nepotismo que no deja ver el bosque

Foto: archivo personal de Alejandro Milanesi
En las últimas semanas salieron a la luz diversos casos de contrataciones de familiares en organismos públicos y se discutió también respecto de la alta cantidad de designaciones directas de funcionarios públicos, particularmente en algunas intendencias del interior. Animados en gran medida por la discusión que se da en los medios de prensa y las redes sociales sobre los casos puntuales se comenzó a configurar una agenda por parte del sistema político. Varias figuras políticas señalaron que “hay que cortar con esto” y el siempre popular: “queremos un Estado más eficiente[1]. Es difícil no estar de acuerdo con que el Estado no puede ser un espacio para que los políticos hagan ingresar discrecionalmente a familiares o militantes, esto último, casualmente mucho menos discutido. Sin embargo, las discusiones sobre el nepotismo terminan ocultando otros asuntos de reforma de los recursos humanos en el sector público. Quisiera llamar aquí la atención sobre otros fenómenos a mi juicio más relevantes tanto en su magnitud como en las distorsiones que generan en la administración pública.

1. El alto número de designaciones directas en el sector público es un dato preocupante. Es verdad que ese fenómeno es más serio en los gobiernos departamentales que en otras reparticiones públicas, pero sería erróneo pensar que en organismos del nivel nacional no existen mecanismos, al menos, poco transparentes de ingresos vía contratos a través de entidades del derecho privado.

2. Tenemos más de 30 Personas Públicas No Estatales de las cuales conocemos muy poco respecto de sus recursos humanos y sus mecanismos de ingreso. A eso hay que sumarle las empresas subsidiarias de las Empresas Públicas. He aquí una verdadera caja negra de gestión pública.

3. Tenemos una administración pública muy politizada. Con ello no me refiero al ingreso masivo de militantes, de hijos, nietos o parejas de políticos, sino a que los cargos de confianza política llegan hasta niveles relativamente profundos de la administración, los cuales deberían en muchos casos ser destinados a cargos concursados. Esto no es ilegal ni cuestionable desde un punto de vista ético, pero afecta las lógicas que priman en niveles medios de la administración en tanto limita las posibilidades de ascenso (esto ya se dijo en 1972![2]), incluso des-responsabiliza a la burocracia respecto del funcionamiento de las políticas.

4. Muy vinculado a lo anterior, tenemos un fenómeno extendido de encargaturas. Esto es cuando una persona ocupa un cargo para el cual no concursó. Esto sucede como consecuencia de la ausencia de concursos de ascenso o por desplazamiento de quien ocupa el cargo, ubicando a otra persona, normalmente por razones de confianza política (lo que no inhibe su pericia técnica). Ello no agranda el número de funcionarios (o si lo hace, no es significativo) pero distorsiona la carrera administrativa y los incentivos de los funcionarios para formarse y acceder a mejores cargos.

Cualquiera de estos puntos requiere un análisis en profundidad y la construcción de datos que nos permitan conocer con mayor detalle la magnitud del problema. Lamentablemente, con la excepción, más reciente del primero, no han sido parte de la discusión sobre los recursos humanos del sector público.

Retomando, el tema que se ha puesto en agenda ha sido la contratación de familiares y la necesidad de reforzar los controles a los casos de nepotismo. Atacar este fenómeno es sin duda compartible por razones de transparencia y buena gestión, sin embargo, las medidas que se han puesto sobre la mesa como prohibir el ingreso de familiares, recortar cargos públicos o directamente restituir la prohibición de ingreso de funcionarios responden a una agenda reactiva que no está directamente orientada al fondo de la cuestión. Es decir, mejorar el desempeño del sector público o, cómo se ha hecho cada vez más popular: la gestión por resultados.  

¿Qué se puede hacer para contar con un servicio público más meritocrático y orientado a resultados? Desde ya que no hay respuestas simples, la mayoría suelen ser soluciones de largo plazo y con múltiples condicionantes. Sin embargo, quisiera centrarme en dos aspectos que creo son fundamentales. El primero más práctico y el segundo, si se quiere, más ideológico.

La evidencia sobre el tema señala que el liderazgo de la alta burocracia es un factor decisivo para desencadenar administraciones más orientadas a resultados[3]. Una forma de desarrollar ese liderazgo es mediante la creación de un segmento de Alta Dirección Pública. Es decir, un cuerpo específico y diferenciado de funcionarios en el vértice de la gestión pública. El desarrollo de un segmento directivo o Alta Dirección Pública es una de las principales acciones utilizadas para modernizar la gestión pública y la calidad de los servicios en el mundo. Algunos estudios señalan que más del 75% de los países de la OCDE tienen algún tipo de cuerpo directivo específico[4]. La Alta Dirección Pública implica un reforzamiento de los criterios de mérito y capacidad de gestión, combinado con una responsabilidad por los resultados alcanzados, buenos o malos. Por ejemplo, un estudio en Chile[5] mostró que la presencia de la Alta Dirección Pública logró mejorar indicadores de gestión hospitalaria en su sistema de salud. En la misma línea se han desarrollado otros estudios para Perú[6].
Uruguay ha tenido marchas y contramarchas con este asunto, los intentos desarrollados en el primer gobierno de Vázquez fueron posteriormente desarmados en el gobierno de Mujica y de allí en más, no se ha intentado consolidar un cuerpo de funcionarios al vértice de la estructura administrativa que pueda ser el interlocutor entre la dirección política y las oficinas públicas que les toca liderar. Las razones de nuestro atraso respecto del tema son varias, entre ellas las reticencias del sistema político a renunciar a las designaciones políticas en los cargos más altos, resistencias sindicales, y en un sentido general, falta de acuerdos políticos sobre el rumbo de las reformas[7].

La creación de una Alta Dirección Pública no está exenta de problemas y riesgos de politización. A su vez, conlleva un proceso paulatino de desarrollo de capacidades, y seguramente remuneraciones competitivas con el sector privado. Muy posiblemente implique también la reducción de cargos de confianza política en niveles medios y medios-altos de la administración.

El segundo aspecto tiene que ver con la instalada desconfianza hacia la burocracia. La agenda de políticas hacia el servicio público no pasa tanto por la creación de capacidades, mejores funcionarios, más formados y a los cuales, por tanto exigirles más, sino más bien por contener, evitar que ingresen, que devuelvan los viáticos, que trabajen los feriados laborables. La sospecha como base de las reformas. Esta imagen ha sido fomentada también por una cierta idealización de la eficiencia del sector privado, “el verdadero motor del país” al cual el sector público no hace más que complicarle las cosas.

Uruguay debe reinventar su burocracia y tiene condiciones para eso. Sin tener en absoluto una situación ideal, tiene ventajas: sistemas de reclutamientos ya instalados, niveles bajos de corrupción, niveles de formación profesionales adecuados (quizás no para todas las áreas), salarios públicos en recuperación, entre otros indicadores.  Las recetas de reformas del sector público, y en particular de sus recursos humanos, que parten de la desconfianza, como las que se escuchan desde varios actores políticos estarán condenadas al fracaso. Podrán ser exitosas en contener el gasto, pero difícilmente lo sean en mejorar los resultados y la calidad de los servicios públicos.

En síntesis, los “escándalos” e ingresos irregulares al Estado siempre serán tema de debate y está bien que así sea, pero el liderazgo político podría ayudarnos a mover la aguja hacia una discusión más profunda sobre el desempeño del sector público menos presa de coyunturas, desconfianzas y respuestas sencillas.



[1] Sobre esta discusión recomiendo una excelente columna de Andrés Prieto en La Diaria: “La muerte de la política”. Disponible en: https://findesemana.ladiaria.com.uy/articulo/2018/2/la-muerte-de-la-politica/
[2] Oszlak, O. (1972). Diagnóstico de la administración pública. PNUD.
[3] Moynihan, D. e Ingraham, P (2004) Integrative leadership in the public sector. A Model of Performance-Information Use. Administration & Society, Vol. 36 Nº 4, 427-453.  Cavalluzzo, K. e Ittner, D. (2004) Implementing performance measurement innovations: evidence from government. Accounting, Organizations and Society Nº 29, 243–267.  
[4] Lafuente, M; Manning, N. y Watkins, J. (2012) International Experiences with Senior Executive Service Cadres. Recently Asked Questions Series, Banco Mundial.
[5] Lira, L. (2012). Impacto del Sistema de Alta Dirección Pública (SADP) en la gestión hospitalaria: un análisis empírico. Estudios Públicos, (131), 61-102.
[6] Cortázar, J; Fuenzalida, J, y Lafuente, M. (2016). Sistemas de mérito para la selección de directivos públicos ¿Mejor desempeño del Estado? Un estudio exploratorio. Nota Técnica Nº IDB-TN-1054, BID.
[7] Ramos, C., y Scrollini, F. (2013). Los nuevos acuerdos entre políticos y servidores públicos en la Alta Dirección Pública en Chile y Uruguay. Revista Uruguaya de Ciencia Política, 22(1), 11-36.

Mejoras en igualdad. Alerta en fragmentación.

"A boy in the street", por Giulian Frisoni, bajo licencia CC BY 2.0.
La desigualdad es la posesión inequitativa de recursos valorados por todos. La fragmentación social es la existencia en una misma sociedad de distintas comunidades debilmente conectadas entre sí, con instituciones y normas propias. Su extremo es la exclusión. Ambos fenómenos pueden y suelen ir juntos empíricamente pero son analíticamente separables. Uruguay ha tenido en los últimos años avances enormes en términos de igualdad de ingresos. (También en otros aspectos como la igualdad de género aunque todavía queda mucha tela por cortar como se pone de manifiesto hoy en el día de la mujer, en términos de violencia de género, techos de cristal en el mercado de trabajo y, fundamentalmente en términos de lo que la socióloga Arlie Hochschild llamó la segunda jornada, refiriéndose a ese doble trabajo de gestión  y ejecución del trabajo doméstico, su logística y su emocionalidad. Solo para no olvidarnos, en el Uruguay progresista todavía las mujeres hacemos mucho más trabajo no remunerado que los hombres, más del doble, y no ha habido cambios sustantivos en esto entre 2007, primera fecha de medición, y 2013. Aquí más que de un techo de cristal podríamos hablar de una puerta de hierro. Fin del detour.) Sin embargo, más allá de estos pasos de gigante en igualdad de ingreso, Uruguay muestra signos de fragmentación creciente.

El índice de Gini de Uruguay, de los más bajos de la región durante la segunda mitad del siglo XX, comenzó a subir enormemente en la década del 90 y solo en 2008 comienza a bajar. Hoy, con un Gini de 0.382, Uruguay regresa a su honorífico lugar de país menos desigual de América Latina. Esto es muy importante porque  no todos los países de América Latina supieron aprovechar el boom de las commodities para redistribuir, como sí lo hizo Uruguay. Uruguay creció y redistribuyó. Esto no es menor. ¿Por qué? Porque la desigualdad tiene efectos muy negativos para los que están debajo. Desperdicia capital humano. Y, como si fuera poco, la desigualdad, independientemente del nivel de ingresos del país, tiene efectos negativos sobre toda la población, incluso para aquellas personas que tienen más recursos, afectando su salud y su calidad de vida (trayéndoles más estrés, más miedo a la criminalidad, etc.). [1]

Sin embargo, desde hace tiempo hay signos de que, a pesar de esos avances,  no se han podido deshacer los efectos que el aumento de la inequidad en los años 90 tuvieron. Desde que comenzó este año, hemos visto varias puntas de ese iceberg que es el aumento en la fragmentación social del Uruguay. Por un lado, al terminar el año pasado, vimos cómo un grupo de vecinos de Casavalle dedicados a actividades ilícitas relacionadas con la droga echaban a otros vecinos de sus casas tomando control del territorio. Esto no surge en los 90, pero sí hay algo novedoso y preocupante. Aunque Casavalle tiene una historia muy larga de exclusión y de segregación generada en gran parte por el estado, este tipo de eventos masivos de control del territorio sí son inéditos. De inmediato esta noticia fue relevada por otra en los titulares. Un grupo de productores y terratenientes agropecuarios autodenominados Autoconvocados realiza una movilización en enero. Antes de que se formalizaran sus reclamos al gobierno comenzaron a surgir testimonios de que protestaban contra las políticas sociales del gobierno. Finalmente esto, que tuvo mucha resonancia en redes sociales, no quedó en la proclama. Sin embargo, es importante saber que Uruguay es, junto a Argentina, el país de América Latina donde se cree más fuertemente que quienes reciben ayuda del gobierno son perezosos. Casi un 60% de la población lo cree según datos del Barómetro de las Américas. No solo los autoconvocados lo creen. Las transferencias implementadas en América Latina en los años 2000 fueron claves para la superación de la pobreza de muchas familias y han sido muy positivas en muchos aspectos. Sin embargo, en países como Uruguay, Argentina y Chile, acostumbrados a servicios universales del Estado de Bienestar, las transferencias agregaron una categoría de distinción desde el estado que luego fue utilizada por los no receptores de este beneficio para señalar a los más pobres como pobres no merecedores, carentes de esfuerzo. (No está de más decir que la mayor parte de la evidencia muestra que las transferencias no desincentivan el trabajo[2]).  Siguiendo con el año movido, una asonada de vecinos de un barrio de Malvín Norte corta una de las avenidas principales de la capital, quemando llantas, apedreando vidrios y amedrentando a los autos que quedaron atrapados en el piquete. Protestaban por la muerte de dos vecinos jóvenes que al parecer intentaban robar. Protestaban por rabia y por dolor. La singular movilización mostró un nuevo tipo de protesta en el repertorio de movilizaciones de los pobres urbanos, una que confronta al resto de la ciudad y que señala nuevamente la fragmentación.  Unos días después, la firma encuestadora Opción Consultores nos sorprendió con sus datos sobre favorabilidad a la pena de muerte en Uruguay, muy relacionados seguramente con el crecimiento de la violencia en los delitos en los últimos años. Un 43% de la población uruguaya está de acuerdo con la pena de muerte para delitos graves.

Estos eventos de un ajetreado comienzo de año descansan sobre tendencias de más largo plazo. Entre ellas destaco las del ámbito de la educación. En Uruguay, el país de la educación igualadora, solo uno de cada tres adolescentes termina el liceo. En Uruguay, el país de la educación igualadora, los hijos de los profesionales ya no van a la educación pública. Lo hacían en un 80% a inicios de los 90 y hoy ese porcentaje ha bajado al 20%.[3] La educación policlasista se acabó. Los pobres no terminan. Los ricos se fugaron.

Luchar contra la desigualdad es difícil. El crecimiento económico ayuda pero la reforma tributaria lograda por el gobierno de izquierda fue clave. Se logró. Luchar contra la fragmentación social es aun más complejo. ¿Cómo deshacer esa tendencia? ¿Cómo volver a poner a interactuar a clases sociales o grupos dentro de ellas que se han separado? Las políticas para combatir la segregación social son costosas. No tienen impactos a corto plazo del tipo que tienen las transferencias condicionadas. Implican pensar en la sociedad y no solo en grupos específicos. Desde lo urbano, el olvidado “Plan 7 Zonas” fue una buena idea de revivir espacios urbanos de exclusión social y hacerlos atractivos para todos. Promover la mezcla urbana a través de construir vivienda social (de verdad) en zonas más afluentes también puede ser una buena idea en ciertas condiciones. [4]  Pero tal vez la apuesta más importante es la educativa. Es ahí donde las personas pueden conocerse “ en clave de equidad”[5]. ¿Cómo hacer para retener a los más pobres y para evitar que los hijos de profesionales descremen a la educación pública dejandola con menos capital social y por lo tanto con menos posibilidades de interacción entre clases? No tengo una receta única. Hay que explorar políticas innovadoras, escuelas “imán” muy buenas en sectores bien heterogéneos que atraigan allí a estudiantes con más recursos. Y un gran etcétera. Son políticas costosas. Y retadoras. Pero también lo fue en su momento crear el sistema público de educación con cobertura nacional del que estamos tan orgullosos.


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[1] Wilkinson, R. G. (2002). Unhealthy societies: the afflictions of inequality. Routledge.

[2] Bastagli, F., Hagen-Zanker, J., Harman, L., Barca, V., Sturge, G., Schmidt, T., & Pellerano, L. (2016). Cash transfers: what does the evidence say. A rigorous review of programme impact and the role of design and implementation features. London: ODI.

[3] Álvarez, MJ, Bogliaccini, J., Queirolo, R y Rossel, C. 2018 “¿Quedarse, irse o protestar? Clases medias altas y sus decisiones educativas en Uruguay”. Paper en progreso.

[4] Aquí la evidencia es peleada. Pero hay ejemplos exitosos en ciertas condiciones, como siempre en política pública “el diablo está en los detalles”. Ver: Massey, D. S., Albright, L., Casciano, R., Derickson, E., & Kinsey, D. N. (2013). Climbing Mount Laurel: The struggle for affordable housing and social mobility in an American suburb. Princeton University Press.

[5] Esta expresión es de Ruben Kaztman y la uso para distinguirla de otro tipo de interacciones entre desiguales en condiciones de subordinación.

El Partido Unico de la Igualdad de Oportunidades

Si el Partido Único de la Igualdad de Oportunidades se presentara a las próximas elecciones ganaría en primera vuelta. La idea de que lo importante es nivelar las oportunidades sociales está en boca de todos. Políticos y técnicos de todos los colores utilizan el concepto a menudo. ¿Quién puede estar en contra de igualar oportunidades? ¿Quién podría alzar su voz contra la idea de asegurar un punto de partida igualitario a todos los niños y niñas y que sea luego su tenacidad y esfuerzo lo que determine sus logros? Pero todo régimen de partido único tiene problemas y este no es la excepción.

En el campo de la filosofía política, la noción de igualdad de oportunidades ha animado durante décadas un diálogo fructífero entre corrientes liberal-igualitarias y socialistas. Es una idea potente y atractiva. Toda desigualdad originada en circunstancias que están fuera del control de las personas, que no fueron elegidas, debe tender a eliminarse. Desde esta perspectiva, la lista de factores que pueden dar lugar a desigualdades moralmente objetables es larga. La raza, el género, la belleza física, el lugar de nacimiento (el barrio, el país), el patrimonio y los contactos sociales heredados de la familia son algunos ejemplos. 

Además, las personas obtienen resultados desiguales en parte porque tienen preferencias distintas. Hay personas que tienen mayor predisposición que otras a esforzarse, a tomar riesgos, a competir. Hay personas que son relativamente más pacientes que otras, siendo capaces de postergar cierta gratificación hoy para obtener una mayor gratificación mañana. Es un tema no resuelto determinar en qué medida nuestras preferencias y atributos de la personalidad están determinadas por factores fisiológicos o sociales. Seguramente se trate de una combinación de ambos. Lo importante de acuerdo al principio de igualdad de oportunidades es que estos mecanismos operan, en mayor o menor medida, a espaldas de la voluntad de las personas. Por tanto, las ventajas sociales que confieren son pasibles de ser redistribuidas. Por supuesto, hay talentos y formas del carácter que se forjan mediante el esfuerzo personal deliberado. Pero también se derivan de la lotería genética o fueron amasadas, para suerte o desgracia, por el entorno social y familiar en el que crecimos. Si nuestras preferencias, fundamento de nuestras elecciones, están en parte condicionadas por la desigualdad existente, no pueden ser utilizadas al mismo tiempo como justificación de dicha desigualdad. 

No se trata de una noción aritmética de igualdad: la buena sociedad no es aquella donde todos tenemos el mismo ingreso. Es una noción de igualdad que no niega el rol de la responsabilidad personal. Las neurociencias han mostrado que el igualitarismo no es un delirio socialista. Existe y se expresa en patrones concretos de actividad cerebral. Por otro lado, hallazgos en economía experimental y comportamental indican que las personas desarrollamos una "aversión a la desigualdad" tempranamente (entre los 3 y los 8 años) pero en la adolescencia comenzamos a discernir entre desigualdades que derivan de la suerte (de circunstancias arbitrarias en el lenguaje de la igualdad de oportunidades) y aquellas que derivan del mérito y el esfuerzo, desarrollando una tolerancia diferencial por estas últimas. Una vez corregido el efecto de las circunstancias no elegidas por las personas, el enfoque de igualdad de oportunidades nos dice que la desigualdad remanente, derivada de la diferente propensión a esforzarse de las personas, es aceptable. En este sentido, es una noción de igualdad que sintoniza con intuiciones de justicia básicas documentadas por las ciencias comportamentales. Ninguna desigualdad sin responsabilidad. 

Pero es cuando se quiere aterrizar esta discusión en términos prácticos que aparecen los problemas. Primero, se trata de un concepto que ha sido bastante escurridizo de medir empíricamente. Típicamente, los estudios en esta área buscan determinar qué parte de la desigualdad de ingresos observada obedece a circunstancias no elegidas por las personas. Pero las estimaciones se muestran extremadamente sensibles a la información disponible, particularmente a que tan completa sea la lista de circunstancias arbitrarias consideradas. Basta pensar, por ejemplo, en lo complejo que resulta medir como ciertos atributos de la personalidad de los padres se trasmiten a los hijos y como eso se traduce en capacidades desiguales de generar ingresos. La omisión de factores relevantes puede conducir a subestimar groseramente la magnitud de la desigualdad de oportunidades. 

Segundo, la distinción entre esfuerzo y suerte, si bien es relativamente sencilla de entender teóricamente o en el ambiente controlado de un juego de laboratorio, tiende a resultar opaca en la realidad. Las personas terminamos formando nuestras propias creencias acerca del peso de los méritos en la explicación de nuestros logros personales y de los demás. Los sesgos que intervienen en dicho proceso son ahora bastante conocidos. La opacidad del mérito y la suerte en la realidad deja una amplia discrecionalidad para racionalizar de forma intencionada nuestras creencias, para creer lo que nos hace sentir bien. Es reconfortante creer que todo lo que tenemos es producto de nuestro esfuerzo. Mucho más difícil es rastrear y reconocer en nuestra historia personal los pequeños y grandes privilegios que tuvimos en relación a otros. Evidencia reciente muestra que en países europeos relativamente más igualitarios las personas tienden a subestimar las posibilidades de movilidad social. Por el contrario, en Estados Unidos, donde la desigualdad es elevada, las personas creen que las oportunidades de movilidad social son mayores de lo que en realidad indican los datos. Los europeos creen que la pobreza es mayormente el resultado de condicionamientos sociales. Los norteamericanos la ven como un problema de incompetencia y de responsabilidad individual. 

Finalmente, cuando se pasa al terreno de las políticas concretas de reducción la desigualdad de oportunidades surgen problemas adicionales. Muchas veces estas políticas se suelen presentar como alternativas a las políticas orientadas a reducir la desigualdad de resultados. Obviamente, se trata de una falsa oposición. Una razón obvia es que las políticas de promoción de oportunidades (ej: educación, programas de apoyo a la primera infancia) requieren financiarse. Por ejemplo, ¿cómo financiar un fuerte aumento de la inversión en educación de niños provenientes de familias pobres? Parece lógico que ese dinero provenga de impuestos progresivos a la renta y al patrimonio y no de impuestos al consumo, dado que el mayor peso relativo de estos últimos recae justamente sobre los hogares de los niños cuyas oportunidades queremos nivelar. También es bueno recordar que las oportunidades de los niños no solo dependen de las políticas directamente dirigidas a ellos sino del conjunto de políticas que operan sobre el ingreso y calidad del empleo de sus padres. Las políticas laborales también tienen que ver con la igualdad de oportunidades. 

Pretender combatir la desigualdad de oportunidades con programas sociales focalizados, pero manteniendo una hostilidad genérica hacia la tributación progresiva y la regulación laboral, es como ir a la guerra con un tenedor. Es pensamiento mágico. Se trata de una concepción de mínima (a veces cínica) de la igualdad de oportunidades que no se corresponde con la experiencia internacional. Los países donde hay mayor igualdad de oportunidades (donde el ingreso de los padres determina en menor medida el ingreso de los hijos) son también aquellos que exhiben mayor igualdad de resultados. Y no se trata de países que hayan quedado atrás en términos prosperidad económica. 

Adherir al principio de igualdad de oportunidades también exige repensar nuestra forma de ver ciertos aspectos de la vida familiar y de las transferencias que se dan entre sus miembros. Como padres quisiéramos transferir, en la medida de nuestras posibilidades, la mayor cantidad de recursos a nuestros hijos. La igualdad de oportunidades no colide con esta forma básica de altruismo familiar, pero implica aceptar que la sociedad debe intervenir sobre este proceso. El éxito o fracaso de una generación no debería conferir ventajas o desventajas legitimas a la generación siguiente. 

El carro de la igualdad de oportunidades está lleno, se subió todo el mundo. Se trata de una noción valiosa pero su verdadero alcance requiere ser clarificado. No es evidente que todos le atribuyamos el mismo significado e implicancias. Quienes pregonamos la igualdad de oportunidades no dirigimos nuestra rabia contra los hogares de niños pobres que reciben una tarjeta para alimentarse u otras transferencias. Nuestra energía se dirige a problematizar el privilegio en todas sus formas, el que anida en el sector público, pero también el que se reproduce silencioso e incuestionado en el corazón de la economía privada.

Hacia un Plan Nacional de Formalización

La informalidad en el Uruguay ha bajado, levemente, en los ultimos a ños, al menos en su definición tradicional: son informales aquellos tr...