Llegó la hora de programar


Nota de Juan Bogliaccini

Esta nota se basa en una intuición que podrá resultar algo obvia una vez planteada pero que puede ser útil para pensar en forma prospectiva. Al final de la nota hago un disclaimer para que el lector no tome la parte por el todo. La intuición refiere a la capacidad de programar y la educación de nuestros niños. Tal y como sucedió con los escribas de la antigüedad, o las lecturas colectivas de la edad media y posteriores, pero de forma mucho mas acelerada, mi percepción es que en las próximas generaciones saber programar va a ser equivalente a saber escribir, o dicho de otra forma, será otra dimensión de lo que se considerará alfabetización –y por consiguiente analfabetismo–.

En este escenario desaparecerá la profesión del programador como la conocemos porque parte de ese expertise será compartido por el individuo promedio –al menos en el mundo desarrollado–. Otra posible consecuencia es que habrá una brecha digital entre quienes sepan programar y quienes no. Parece razonable pensar que este cambio se verá acelerado por la combinación de la incorporación progresiva de tecnología a nuestras vidas y el también progresivo avance del código abierto. Esto generará un impacto tremendo en las posibilidades de las personas de conseguir empleos de calidad, profundizando la brecha de habilidades aún más. O al menos existe la posibilidad de que esto pase.

La pregunta que surge entonces seria: ¿en qué lugar nos va a encontrar este cambio? En Nueva Zelanda y países europeos los niños ya aprenden a programar en la escuela.1 En Uruguay, más allá del fantástico Plan Ceibal (en mi opinión, por supuesto), ¿usan los niños las computadoras en la escuela?, ¿navegan en internet o aprenden el lenguaje? El propio Plan Ceibal y el Consejo de Educación Inicial y Primaria (CIEP) están comenzando un piloto en 50 escuelas para que niños de 5to y 6to año se inicien en la programación.2 Esta es una gran noticia y espero que rápidamente este piloto se extienda a todo el sistema y a más tempranas edades. Ahora, a partir de algunas entrevistas realizadas para otros proyectos en los que estoy trabajando, mi percepción es que en muchas instituciones no se visualiza este problema y existe la idea sobre que el uso de esta tecnología termina en las búsquedas de información en internet o uso de procesadores de textos y hojas de calculo. 

No soy ingeniero, pero en mi campo es cada vez más importante saber programar tanto para obtener información como para analizarla. Mi generación corre de atrás, así que es probable que para la próxima generación tal vez sea un requisito o una limitación importante. Ahora el disclaimer. Mi percepción es que hay que avanzar hacia un currículo que integre de mejor forma las artes, las lenguas, los deportes y el ocio. Entiendo que todos son importantes, pero la nota refiere específicamente a las lenguas. En este sentido, si no integramos la programación al currículo junto al castellano, el inglés y las matemáticas –y tal vez incluso el lenguaje musical–, es posible que haya círculos de los que nuestros hijos o hijas no puedan participar. Y eso nunca es buena noticia.



No es solo una cuestión de tamaño

Con motivo de la rendición de cuentas y de las recientes medidas tomadas por el Poder Ejecutivo para aumentar la recaudación, como cada año, la discusión sobre el resultado fiscal ha cobrado gran notoriedad pública. El foco de atención ha tendido a centrarse en las "cuestiones de tamaño": si el Estado gasta mucho o poco, si la carga impositiva es alta o baja, o si el resultado fiscal es demasiado elevado.

El objetivo de esta nota no es entrar en las discusiones sobre el tamaño, que son importantes, sino destacar un asunto específico relativo a la calidad de la gestión de los recursos públicos que ha recibido escasa atención en la discusión pública, pero que es igualmente relevante. Motivado por la interesante resolución de la ANEP para vender cientos de inmuebles que tiene sin uso que se conoció recientemente, me centraré el problema de la administración eficiente de los activos públicos.

En su libro del año 2015 "The Public Wealth of Nations"  Dag Detter y Stefan Fölster identifican un problema muy poco analizado hasta aquel momento y proponen soluciones prácticas que podrían constituir una importante fuente de recursos públicos genuinos.

El problema identificado por los autores surge de la observación de que los gobiernos de todo el mundo tienen un monto de activos públicos —conservadoramente— estimado equivalente al 100% del PIB mundial (75 millones de millones de dólares), que muy frecuentemente está mal administrado y en ocasiones ni siquiera está debidamente registrado en las hojas de balance, lo que implica que el valor de estos activos sea desconocido. 

Estos activos son de naturaleza muy diversa pero pueden clasificarse en tres categorías: activos puramente financieros (e.g., depósitos bancarios, fondos de pensiones), activos públicos comerciales (e.g., empresas públicas, edificios, viviendas, predios rurales), y activos públicos no comerciales (e.g, carreteras, playas). Detter y Fölster centran su análisis en los activos comerciales, pero sus argumentos son generalizables a las otras dos categorías.

Aunque Uruguay no está entre las economías analizadas por los autores, si trasladáramos de manera muy simplificada el resultado de que los gobiernos del mundo considerados conjuntamente posen un total de activos comerciales equivalente al 100% del PIB mundial, concluiríamos que el estado uruguayo cuenta con un monto aproximado de activos públicos comerciales de 53 mil millones de dólares (el PIB de 2016). Este es un monto muy superior a toda la deuda pública del gobierno, que actualmente asciende a 33 mil millones de dólares.

Si mediante una administración profesional de estos activos, cuyo objetivo sea la maximización del valor para los ciudadanos, se pudiera lograr una rentabilidad de apenas el 1% anual, cada año el gobierno tendría, al menos, un punto del PIB adicional entre sus recursos disponibles. Las estimaciones de Detter y Fölster indican que una rentabilidad razonable para este conjunto de activos, si son administrados adecuadamente, estaría en torno al 3,5% anual.

Una de las claves de este planteo está en cómo se define "el valor para los ciudadanos". Aquí las valoraciones políticas jugarán un papel fundamental, pero se tratará de lineamientos estratégicos de largo plazo (que pueden incluir objetivos medioambientales, sociales, de derechos, etc),  no de intereses cortoplacistas de las autoridades de turno. 

La opacidad en el manejo de los activos públicos, argumentan Detter y Fölster, permite a los políticos de turno utilizar las rentas que ellos generan en beneficio propio. Cuanto menos información exista sobre la naturaleza y el valor de dichos activos, mejor. Esta sería la principal razón por la que la administración opaca de los activos públicos es un hecho muy generalizado alrededor del mundo.

La solución propuesta Detter y Fölster para este problema consta de dos etapas. En primer lugar, sería necesario saber cuáles son los activos públicos y tener una idea de su valor. Ello implica realizar un esfuerzo por construir una hoja de balance comprehensiva en la que se compute el valor presente neto de todos los activos y pasivos públicos (conocidos y contingentes) en su sentido más amplio. Entre los activos sería necesario registrar y valuar todos los edificios y viviendas en poder del Estado, los predios rurales, las empresas públicas, los parques, las reservas naturales, las carreteras, etc. Aunque la implementación de una práctica de este tipo puede ser extremadamente complicada, los esfuerzos por acercarse al ideal son valiosos y existen experiencias internacionales, como la de Nueva Zelanda, exitosas en ese sentido.

En una segunda etapa, una vez registrados y valorados los activos disponibles, deben diseñarse estrategias que maximicen su valor para los ciudadanos. En muchos casos, será necesario transformar activos ilíquidos y “poco transables” en flujos de fondos líquidos, lo que puede requerir el desarrollo de innovaciones financieras que lo permitan.

En opinión de Detter y Fölster, el elemento fundamental de esta segunda etapa consiste en alejar el manejo de los activos públicos de los intereses políticos de corto plazo. Ello sería el ingrediente clave para alinear los objetivos de la administración de los activos con los de los ciudadanos.

Esto no significa, en modo alguno, que los activos públicos deban privatizarse (aunque los autores parecen mostrar cierta preferencia por la privatización). La idea sería similar a la implementada para los bancos centrales. En ese caso, el objetivo básico era tener instituciones independientes que blindaran la política monetaria de los intereses políticos de corto plazo que, muy frecuentemente eran contrarios a la estabilidad de precios (el interés general). Aunque las autoridades en la mayoría de los bancos centrales del mundo son nombradas por los parlamentos, las mismas no dependen del poder ejecutivo y los períodos de duración de los mandatos no están coordinados.

Se trataría entonces de generar instituciones administradoras de la riqueza pública con mandatos claros y gestionadas por profesionales idóneos que no respondan a intereses políticos de corto plazo.

Detter y Fölster van más allá y proponen la formación de un fondo de la riqueza nacional (national wealth fund) que administre todos los activos públicos con un plan estratégico global en favor del interés general.

En Uruguay los esfuerzos por mejorar la gestión de de la riqueza pública se han centrado, fundamentalmente, en la gestión de los pasivos financieros. En el año 2005 se creó la Unidad de Gestión de Deuda dentro del Ministerio de Economía y Finanzas con el objetivo de desarrollar una administración independiente de las obligaciones financieras y de los flujos de caja del Gobierno Central. Como resultado, se lograron aumentos de los plazos de vencimiento, reducciones de la dolarización, disminuciones de la concentración de vencimientos e incrementos en la proporción de deuda a tasa fija. Es decir, se redujeron las vulnerabilidades ante shocks externos. Este cambio en la política de endeudamiento, en conjunto con la adopción de una política cambiaria de flotación más o menos libre, ha constituido un salto de calidad sustancial en el manejo de la macroeconomía en nuestro país.

Entre 2011 y 2016 la inversión extranjera en cartera recibida por nuestro país se redujo 70% medida en dólares al tiempo que los precios de los commodities no energéticos caían 20% en el mismo período, acumulando una reducción de 33% desde 2011. Se trató de un shock externo de gran magnitud en la perspectiva histórica uruguaya. Un escenario de este tipo, con Argentina y Brasil sufriendo recesiones económicas significativas, en el pasado, hubiese generado efectos económicos y sociales catastróficos en nuestro país. En contraste, no solamente el nivel de actividad siguió creciendo, sino que la calidad de la deuda emitida por el gobierno Uruguayo no sufrió ningún impacto.

Actualmente, aunque el déficit fiscal y el incremento del nivel de endeudamiento parecen ser las principales preocupaciones macroeconómicas, el costo del endeudamiento continúa en niveles históricamente bajos.

Aunque atribuir la resistencia de nuestra economía al  shock externo y las reducidas tasas de interés actuales únicamente a los cambios en las políticas de endeudamiento y la flotación cambiaria es exagerado, parece evidente que jugaron un rol central.

Esta experiencia constituye entonces un ejemplo de cómo las mejoras en la administración de los recursos públicos pueden generar efectos muy significativos en el bienestar general de los ciudadanos (las consecuencias sociales de las crisis económicas son grandes y muy duraderas).

Por el lado de la gestión de los activos, los esfuerzos parecen mucho más incipientes y menos coordinados. La resolución de la ANEP relativa a la venta de inmuebles sin uso mencionada al principio de esta nota constituye un buen ejemplo en ese sentido. Esta iniciativa podría utilizarse como impulso para generalizarla a todo el estado.

Un objetivo no demasiado ambicioso sería trazarse un plan de uso de todos los bienes inmuebles (edificios, viviendas y predios rurales) en poder del Estado. Ello implicaría no solamente dar algún uso a los inmuebles que actualmente no lo tienen, sino evaluar si el uso actual de los que sí están siendo utilizados es el mejor posible. Por ejemplo, hay casos notorios de edificios públicos ubicados en zonas valiosas de la ciudad de Montevideo, que podrían tener un uso más productivo para la ciudadanía en su conjunto.

No se trata, por supuesto, de vender las joyas de la abuela para comprar vino. Es decir, nada de lo planteado arriba va en la línea de vender edificios públicos para financiar el déficit fiscal corriente. Los recursos generados por la mejor administración de los activos (que en el caso de los bienes inmuebles no necesariamente implica su venta) deberían destinarse a cumplir objetivos específicos independientes de intereses políticos de corto plazo.

Tampoco esta propuesta debe interpretase como "excesivamente economicista" ya que, como se indicó más arriba, el objetivo no es maximizar la rentabilidad económica de los activos, sino maximizar el valor que ellos pueden producir para los ciudadanos. Dicho valor incluirá la dimensión estrictamente económica, pero también cuestiones ambientales, objetivos sociales, etc.

Más allá de si la recomendación de Detter y Fölster de crear un fondo de la riqueza nacional  que acumule todos los activos dentro de una misma institución es o no de interés para nuestro país, parece claro que generar un marco institucional con el objetivo de mejorar la administración de los activos públicos (al menos de los comerciales) sería una política muy deseable. 

*El autor agradece los valiosos comentarios de Daniel Egger a una versión anterior de esta nota.  

Ajuste mata corporativismo: o cuando la lógica fiscal suple la falta de programa


El 1 de Julio, los funcionarios de ANCAP dejaron de tener un servicio médico especial, diferente al del resto de la población, que databa de mediados del siglo pasado. El mismo consistía básicamente en la existencia en un servicio propio, con personal contratado por el ente, que atendía enfermedades y estudios no contemplados en el paquete general de prestaciones.

Como cualquier movimiento de este estilo, la medida tiene defensores y detractores. Por un lado, la misma puede ser defendida desde criterios de mayor equidad y justicia en los bienes y servicios sociales que recibe el conjunto de la población. Por otra parte, la adopción de acuerdos particulares que generen beneficios por encima de lo que recibe el resto de la población, es más tolerado si se da en el sector privado que en el interior del sector público. Me cuesta poder explicar este punto, pero lo cierto es que la defensa de este tipo de arreglos no goza de mucha legitimidad en la ciudadanía.

Si pasamos al lado de los funcionarios del ente, quienes lógicamente fueron los grandes opositores al cambio, algunos de los argumentos esgrimidos en la prensa estuvieron vinculados a la defensa de un derecho ganado a costa de resignar salario, que los servicios que se brindaban allí cubren problemas sanitarios demasiado específicos que no serían adecuadamente contemplados en los prestadores integrales existentes, o que el gobierno decidió arbitrariamente eliminar una estructura que ni de lejos llega a ser tan inequitativa ni corporativa como las realidades de la sanidad militar y policial.

Tanto unos como otros llevan parte de razón, y eso torna esta situación tan interesante de discutir mirando a la matriz de protección social en su conjunto. Lo ocurrido, independientemente de las particularidades del caso, es un buen ejemplo para indagar en los apoyos y resistencias a potenciales intentos de construir esquemas de protección social más universales.

Si bien en general se tiende a explicar la construcción de los Estados de Bienestar, o bien como consecuencia de una anticipación de las elites gobernantes para comprar paz social, o bien como conquistas del movimiento sindical organizado y movilizado; el caso uruguayo parece escaparse de ambas explicaciones.

Como resultado de un proyecto de I+D financiado por la Comisión Sectorial de Investigación Científica (CSIC) y elaborado por el grupo de Reforma Social del Instituto de Ciencia Política de la UDELAR, que analizó los procesos y características que asumieron los sistemas de salud, seguridad social y relaciones laborales en Uruguay: a grandes rasgos puede decirse que el Estado uruguayo no anticipó, ni tampoco reaccionó ante una presión insostenible de la sociedad, sino que por el contrario, se limitó a tomar prácticas e instituciones preexistentes como el mutualismo en salud o las cajas de jubilaciones y pensiones particulares en seguridad social, institucionalizarlas, y en algunos casos extenderlas al resto de la población.

Dos elementos se vuelven clave para entender la reproducción de esta lógica: por un lado, la fragmentación interna de los partidos políticos, que en un escenario de fuerte competencia electoral no tenían incentivos para promover políticas universales que podían ir en contra de potenciales votantes. Pero por otro, también existía una importante fragmentación del actor sindical, que determinaba una lógica de funcionamiento y negociación también dispar y heterogénea. Por ende, sindicatos más fuertes, ya fuera por capacidad organizativa o por pertenecer a sectores clave de la economía (bancarios por ejemplo) fueron logrando acuerdos y beneficios muy superiores a los del resto de la clase trabajadora.

Seguir intentando explicar/fundamentar/defender diversos aspectos positivos de los gobiernos del Frente Amplio tiene escaso sentido, ya que los datos que se pueden mostrar son en muchos casos más que contundentes. Quizás sea un poco más interesante preguntarse por los límites y problemas que tienen y pueden tener ciertos cambios graduales que no terminaron de modificar (o incluso reforzaron) estructuras desiguales, inequitativas, que favorecen intereses, corporativos en algunos casos, y privados en otros.

Un excelente caso para ilustrar esto es el Sistema Nacional Integrado de Salud, que por un lado redujo notoriamente el gasto directo del bolsillo de buena parte de la población, y brinda un paquete de servicios sanitarios muy amplio para el conjunto de la población. Pero al mismo tiempo, entre otras cosas, es un sistema rehén de lógicas de mercado y lucro de sus principales prestadores privados (mutualistas), segmentado según los ingresos de la población (las personas excluidas del mercado formal de empleo y de menores recursos se atienden en ASSE, los trabajadores formales y sus familias lo hacen en el mutualismo, y buena parte de los sectores de mayores ingresos y de la clase media-alta “escapan” a los seguros privados), y que todavía mantiene situaciones especiales y desiguales, como son los policías, militares, municipales, y hasta el 30 de junio funcionarios de algunos organismos públicos como ANCAP.

Entonces, a la luz de lo expresado hasta ahora, la eliminación del servicio médico de ANCAP es una muy buena noticia si se la mira desde el lado de un sistema de salud que se pretenda verdaderamente universal. ¿La medida implica una mayor privatización del sistema? De ninguna manera. El sistema de salud ya está en buena medida privatizado (más del 60% de la población se atiende en instituciones privadas, con y “sin” fines de lucro), y los funcionarios de ANCAP ya tenían sus cápitas radicadas en una mutualista, además de que los servicios ofrecidos no atendían al resto de la población.

Pero si esto es positivo para gran parte de la ciudadanía, va en línea con los principios normativos del sistema de salud y con el programa de gobierno del Frente Amplio, ¿Por qué no se hizo antes? ¿Por qué, como dicen los funcionarios de ANCAP, no se toman medidas similares con corporaciones más fuertes? Yo diría que la razón no se encuentra en aspectos programáticos ni en la búsqueda de avanzar hacia un sistema de protección más universal. La razón es fundamentalmente fiscal. Sin considerar las denuncias sobre mala gestión del ente (y todo lo vinculado a la figura de Sendic) no se puede explicar por qué se avanzó con la medida.

En un contexto donde prima el discurso de austeridad en el gasto de las empresas públicas, reducir el mismo en algunos millones de dólares es algo atractivo. Y si en el camino el equipo económico aprovecha para “correr por izquierda”, todavía mejor. Similares consideraciones podrían hacerse sobre el proceso de reformulación de la Caja Militar. Las resistencias e intentos de bloqueo a los intentos de implementar una lógica universalista siguen operando, por lo que la forma en que se gestionan asuntos de este tipo son siempre oportunidades para pensar los cambios con cabeza de sistema, y no emparchando por capas de acuerdo a las necesidades del corto plazo.

Lo que termina ilustrando esta situación, es que la capacidad del gobierno de avanzar en reformas estructurales, o su veto, se encuentra cada vez más concentrada en la posición que adopte el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). Esta configuración, que fue moneda corriente en la década del noventa, parece haber retornado con fuerza en el tercer gobierno frenteamplista. Este movimiento no es necesariamente culpa del MEF, sino que parece ser consecuencia de la ausencia de un proyecto político claro por parte del resto de sectores, por ejemplo el de la salud. Es decir, cuando hay ausencia de programa, de contenido, la política se concentra en aspectos fiscales, porque en definitiva esto es por plata. 

Cambio tecnológico, renta básica, y el riesgo de la lógica de la compensación



Artificial Intelligence - Eric Chow.
El cambio tecnológico expresado en la automatización, las diversas soluciones que brinda la inteligencia artificial y las tecnologías digitales puede favorecer el crecimiento así como mejorar el bienestar agregado.

En su versión más idealista, los humanos del futuro tendrían mucho tiempo para el ocio y el desarrollo de su creatividad, y serían capaces de disfrutar del crecimiento productivo que provee la tecnología.

En la versión más pesimista, estos cambios pueden profundizar la desigualdad hasta niveles grotescos.

Este punto fue estudiado en un reciente informe del Banco Mundial[1], el cual indica que el principal problema que enfrentan países como Uruguay es la caída en la demanda por tareas manuales rutinarias frente a otras que priorizan el desarrollo de habilidades cognitivas y no rutinarias.

Estos cambios son inevitables, y tendrán además además una expresión política concreta. Uno de ellos tiene que ver con el debate sobre la política social.


Protección social y desarrollo

Durante un buen tiempo se pensó que los avances de las políticas de protección social resultan del balance de poder entre los trabajadores y los dueños del capital. Según este relato, el camino por el cual resulta viable acercarse a los ideales de igualdad y justicia social surge exclusivamente de la capacidad de los trabajadores para organizarse, desarrollar partidos de izquierda y crear un masivo comportamiento electoral consciente del significado del "voto de clase". Así, por ejemplo, se ha explicado el desarrollo de los estados socialdemócratas europeos y muchas de las "conquistas" sociales en el resto del mudo.

Razonamientos alternativos a esta idea proponen que bajo ciertos contextos los empleadores o dueños de capital tienen un interés directo en las "características productivas" de la protección social. Abundan ejemplos en los que determinados regímenes de producción capitalista necesitan de cierto nivel de capital humano para funcionar (podemos pensar en industrias especializadas o de "nicho", típicas en países escandinavos). Con el avance tecnológico, los empleadores muchas veces necesitan que los trabajadores estén dispuestos a hacer inversiones de especialización o capacitación que pueden ser muy riesgosas por alta probabilidad de volverse obsoletas de un día para el otro. Pero como toda inversión riesgosa, esto puede solucionarse mediante la implementación de un seguro. En este caso la protección social es la que asegura a las inversiones en calificaciones que realizan los trabajadores, cumpliendo un rol central en el proceso productivo. La coalición política que emerge de este fenómeno, termina instaurando sistemas institucionalizados de coordinación de la economía donde trabajadores y empresarios negocian en el seno del gobierno. Al contrario de la lucha de clases, cuenta esta historia alternativa, la protección social emerge de relaciones de cooperación y coordinación entre capital y trabajo para competir en los mercados internacionales.

Pero no siempre los intereses del capital en la política social son así de "virtuosos". Hay situaciones en las cuales existen oportunidades de crecimiento económico que benefician a todos pero solo en el largo plazo. Un ejemplo es el comercio internacional. Para muchos la historia enseña que en la Europa de la posguerra la única forma de fomentar el desarrollo y a la vez evitar los autoritarismos habría sido asegurar el libre comercio internacional "compensando", mediante transferencias sociales, a los perdedores de la apertura comercial: los trabajadores. La idea central de la política de la compensación es que los gobiernos democráticos necesitan expandir programas como el seguro de desempleo y las pensiones para poder aumentar el apoyo popular a la apertura comercial. Desde esta perspectiva, los empleadores tienen un interés que también apunta a la expansión de la protección social, pero el mecanismo es distinto al anterior: se trata de compensar a quienes están excluidos del proyecto productivo o de crecimiento, y no necesariamente de integrarlos en forma plena.

El problema central de la lógica de la compensación es que, como su principal objetivo lo determina, no va más allá de la búsqueda de la paz social. Resulta radicalmente distinto que la política de protección social se implemente como forma de evitar una posible insurrección política de parte de los trabajadores, que cuando es una parte constitutiva del proyecto de desarrollo económico.


Renta básica, coaliciones políticas, y compensación 

En varios países del mundo, así como en Uruguay, se ha revitalizado el debate sobre la incorporación de mecanismos de transferencias universales y no condicionadas a ningún tipo de comportamiento. La idea es que todo el mundo tiene el derecho a un mínimo de ingreso que permita resolver las necesidades básicas de la vida.

Es común ver que este resurgimiento del debate esté atado a recientes diagnósticos de la velocidad a la cual se destruye el trabajo a causa del avance de la industria tecnológica, las implementaciones de soluciones mediante inteligencia artificial, y la robotización en general.

La industria tecnológica es, a su vez, cada ves más consciente de las consecuencias políticas que tiene llevar adelante este proyecto hasta sus últimas consecuencias: una grotesca desigualdad y un posible contragolpe político en su contra.

El principal obstáculo a la destrucción de empleo son justamente las leyes de protección al laboral (y su "enforcement"), así como el poder de los trabajadores organizados y de gobiernos democráticos que que dependen del apoyo (o consentimiento) de los sindicatos. La regulación laboral cumple un papel muy importante porque de algún modo "compra tiempo" para prepararnos frente los efectos del cambio tecnológico. Aún así, el aumento del número de "perdedores" parece ser inevitable en el tiempo.

En un contexto donde el sistema educativo parece estar divorciado con los cambios de las demandas del mercado de trabajo, y donde las políticas activas de empleo son lastimosamente marginales, como sucede en nuestro país, la tentación de resolver compensando es muy grande.

La, todavía tímida, promoción de la renta básica universal en Uruguay está más centrada en transmitir y difundir las ideas de justicia que sustentan este diseño de política, así como sus alternativas prácticas de implementación. Por ejemplo: cómo hacer para convertir la estructura actual del gasto en pensiones, seguro de desempleo y programas de transferencias en una nueva política de transferencias universales.

Pero más allá de los principios de justicia, y de la solución a los problemas no menores de transición, debe también tenerse en cuenta que la renta básica universal constituye un poderoso instrumento de compensación capaz de hacer políticamente viable una gran aceleración del cambio tecnológico y la automatización, y por ende, aumentar la velocidad a la cual observamos estos fenómenos de destrucción del trabajo.

La renta básica no parece ser vista por la industria tecnológica como aquella que permite producir el capital humano necesario para fomentar el desarrollo. Todo lo contrario. Es una política que vendría a jugar el papel de asegurar la paz social y hacer políticamente viable un proyecto que, tecnológicamente hablando, ya está en marcha.

También hay motivos para pensar que una coalición detrás de un proyecto compensatorio de renta básica puede llegar a ser muy amplia, incluyendo a la industria tecnológica así como los sectores productivos que más se benefician con su avance, y sobre todo, a un gran número de trabajadores informales (o "outsiders" sin beneficios a la actual protección social), a los cuales se sumarán aquellos que se volverán obsoletos en el corto o mediano plazo. Esto es mucha gente.

No se trata de oponerse al cambio. Mucho menos a innovaciones de protección social como las que proponen las distintas propuestas de renta básica universal. Se trata, sobre todo, de involucrar la política social a los proyectos productivos.  Será una cuestión política si este y los futuros gobiernos solo se limitan a compensar perdedores.


[1] Ignacio Apella y Gonzalo Zunino. 2017. "Cambio tecnológico y el mercado de trabajo en Argentina y Uruguay. Un análisis desde el enfoque de tareas." Banco Mundial.

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