La ilusión del encierro

La propuesta de bajar la edad de imputabilidad penal adulta en Uruguay es parte de una forma de encarar el problema del delito que pasa por promover un mayor rigor punitivo para los ofensores de la ley penal. La idea es que el mayor tiempo de encierro traerá aparejada alguna clase de ventaja social por la vía de la rehabilitación, la disuasión, la incapacitación para cometer nuevas ofensas o por la vía simbólica de comunicarle al ofensor mediante una pena más dura que ha cometido una ofensa que la sociedad considera muy grave. Penas demasiado indulgentes fallarían (a juicio de quienes promueven esta forma de encarar el problema) a la hora de generar los efectos deseados o a la hora de transmitir la intensidad de la reprobación social de la conducta que es objeto de castigo.

Así, pues, hay dos tipos de justificación posibles para este tipo de medidas: una justificación consecuencialista (que debería mostrar las consecuencias beneficiosas del encierro) y una justificación moral o deontológica (que debería mostrar que el encierro realiza un ideal de justicia deseable). Vamos a argumentar que por ninguna de las dos vías se ofrecen razones convincentes para promover un mayor rigor punitivo. Desde un punto de vista centrado en las consecuencias, hay que decir que las cárceles tal como están planteadas y tal como funcionan no rehabilitan, no disuaden a los potenciales ofensores ni cumplen una función efectiva de incapacitación. Desde un punto de vista moral, hay que decir que las cárceles realizan un ideal de justicia dudoso, vengativo, brutal y cruel.

Veamos primero lo que hace a los aspectos consecuencialistas. No usaremos mucho espacio para argumentar que las cárceles no cumplen efectivamente una función de rehabilitación, por ser algo demasiado obvio. Sólo diremos que el proyecto de reforma constitucional que va a ser sometido a plebiscito contempla la creación de un servicio descentralizado dedicado exclusivamente a la internación y rehabilitación de los ofensores menores de edad. El problema es que no se sabe (porque no se dice) qué propuestas de rehabilitación alternativas (y presuntamente más efectivas que las actuales) contempla ese nuevo servicio, lo que habilita a pensar que en realidad no se está proponiendo nada nuevo en la materia, sino más de lo mismo.

En lo que respecta a la capacidad disuasoria de los castigos penales, la literatura especializada muestra la dudosa efectividad del mecanismo. Por un lado, la investigación indica que ni siquiera los individuos adultos toman decisiones perfectamente racionales cuando delinquen. Buena parte de los estudios que defienden el efecto disuasorio del incremento de las penas se basan en tasas agregadas de arrestos policiales o sanciones penales jurídicas y por ende no evalúan los supuestos cognitivos de los ofensores, que son inferidos en forma muy indirecta (Miller & Anderson 1986, Williams & Hawkins 1986). Adicionalmente, muchos de los estudios que respaldan la disuasión no controlan en forma adecuada lo ocurrido durante la experiencia penitenciaria (por ejemplo, si el individuo recibió algún tipo de tratamiento) ni a su salida (si tuvo vínculos de pareja o laborales decisivos) (Sampson & Laub 2003). Por ello, en muchos casos resulta problemático establecer que son los costos del castigo penal los que explican efectivamente la no reincidencia en el delito.

Otra prueba empírica de la dudosa eficacia del castigo en términos de disuasión es el hecho de que se observan mayores niveles de reincidencia en los individuos que tienen sentencias penales más largas en comparación con similares ofensores con sentencias más cortas (Gottfredson et al. 1977).

En lo que respecta a la incapacitación, es claro que bajar la edad de imputabilidad penal supone que un grupo de jóvenes pasarán a estar privados de libertad durante un período más extenso y por ende estarán imposibilitados de reincidir durante ese tiempo. Es menos claro si tener a estos jóvenes encerrados tendrá un impacto significativo sobre el volumen general de delito en Uruguay. De hecho, las cifras existentes en el país sobre el débil peso de las causas penales cometidas por los jóvenes sobre el total de causas penales parecen sugerir lo contrario (UNICEF-Uruguay 2012). Adicionalmente, la incapacitación tiene en principio sentido como medida a ser aplicada a jóvenes que son (o pueden llegar a ser) multirreincidentes. En Uruguay carecemos de información fiable y clara acerca de la reincidencia de los jóvenes. No obstante, la escasa información disponible indica que casi el 40 por ciento de los adolescentes son primarios, más de la mitad tiene a lo sumo dos entradas y menos de una tercera parte tiene una trayectoria institucional de cuatro entradas o más (Chouhy et al. 2010).

En términos más generales, la incapacitación como una forma eficiente de disminuir el volumen de crimen y sus costos ha sido seriamente cuestionada. Estimar cuánto crimen se podría haber producido y cuánto evitado a través de la incapacitación es complejo. Aun las versiones más perfeccionadas de estas estimaciones han sido criticadas por su alta inestabilidad, escasa validez de las bases informativas y por sus problemáticos niveles de predicción. Además, se ha demostrado que la privación de libertad genera efectos marginales sobre el volumen global de crímenes (Petersilia 2003). Es decir, para lograr un efecto real y significativo sobre el crimen se necesita aumentar la población penitenciaria a niveles inaceptables desde un punto de vista moral e imposibles de sostener desde un punto de vista económico (McGuire & Priestley 1995). Si tuviéramos 40 mil presos seguramente habría menos delito, pero no podemos tener 40 mil presos por motivos morales y porque no hay dinero que sostenga un sistema penitenciario de esas dimensiones.

Veamos ahora lo que hace a los aspectos morales. Si las cárceles parecen ser un fracaso, ¿por qué hay tanta gente que piensa que la contestación a la violencia social debe ser el endurecimiento de las penas? Una respuesta posible es la siguiente: porque esas personas creen que la cárcel realiza un ideal de justicia que es deseable. Para muchos uruguayos la posibilidad de hacer justicia no se concibe sin la cárcel. Si un ofensor no va a la cárcel, entonces su ofensa (se cree) ha quedado impune. Hacer justicia puede no servir a los efectos de prevenir crímenes futuros, pero es un fin en sí mismo. El problema es que la cárcel realiza un ideal de justicia que no es deseable: una justicia entendida como el reequilibrio de una balanza imaginaria de placeres y dolores. El dolor que el ofensor ha causado con su ofensa se le devuelve de forma particularmente cruel en la cárcel. Esa es ciertamente una concepción de la justicia, pero no una concepción deseable.

Una concepción distinta de la justicia parte de asumir que se castiga para que los ofensores entiendan la gravedad de su ofensa, para que reconozcan el dolor de sus víctimas, eventualmente para que se arrepientan y contribuyan a reparar el daño que han causado. Muchas víctimas encontrarían suficiente paz si supieran que sus victimarios han reconocido el dolor y el daño que han provocado y que se arrepienten de sus actos.

Muchos lectores seguramente pensarán que un ideal de justicia como ese es muy difícil de realizar desde el punto de vista institucional. Ciertamente es más fácil encerrar a la gente en una cárcel. Mayores tasas de encierro no aseguran más seguridad ni menos violencia. Tampoco aseguran más justicia. No es tan difícil pensar en sistemas de administración de justicia que no descansen exclusivamente en el encierro. Hay muchas experiencias exitosas en el mundo. Por ejemplo, los programas de justicia restaurativa en algunos casos han encontrado alternativas que no suponen el uso de la prisión y han demostrado niveles elevados de eficacia en la reducción de la reincidencia (Braithwaite 2002, Sherman & Strang 2007). Se trata de mirar y de aprender.

Aníbal Corti
Nicolás Trajtenberg

Esta columna fue publicada originalmente en el semanario Brecha (25-4-14).

REFERENCIAS
Braithwaite, J. (2002) Restorative Justice and Responsive Regulation (Nueva York: Oxford University Press).
Chouhy, C., Vigna, A. & Trajtenberg, N. (2010) Algunos mitos del discurso conservador sobre los jóvenes en conflicto con la ley, in SERPAJ, Nº 3, Montevideo, Uruguay.
Gottfredson, D.M., Gottfredson, M.R. & Garofalo, J. (1977) Time served in prison and parole outcomes among parolee risk categories, Journal of Criminal Justice 5: 1–12.
McGuire, J.M. & Priestley, P. (1995) Reviewing What Works: Past, Present and Future, in McGuire, J.M. (1995) What Works: Reducing Reoffending. Guidelines from Research and Practice (Chichester, UK: John Wiley & Sons).
Miller, J.L. & Anderson, A.B. (1986) Updating the Deterrence Doctrine, The Journal of Criminal Law and Criminology 77: 418–438.
Petersilia, J. (2003) When Prisioners Come Home: Parole and Prisioner Reentry (Nueva York: Oxford University Press).
Sampson, J. y Laub, J. (2003) Shared Beginnings, Divergent Lives: Delinquent Boys To Age 70 (Cambridge, MA: Harvard University Press.
Sherman, L. & Strang, H. (2007) Restorative Justice: The Evidence (Londres: The Smith Institute & Esmee Fairbirn Foundation).
UNICEF-Uruguay (2012) Observatorio de los Derechos de la Infancia y la Adolescencia en Uruguay 2012 (Montevideo: UNICEF).
Williams, K. y Hawkins, R. (1986) Perceptual Research on General Deterrence: A Critical Review, Law & Society Review 20: 545–572.

La investigación científica: pertinencia y validez*

Las ciencias sociales están viviendo en la región un sano proceso de introspección respecto de los estándares básicos sobre los que debe operar la investigación científica y en nuestro blog le hemos dedicado ya algunos artículos al tema (Exigirnos más, La investigación científica en Uruguay). En esta nota abordo algunos temas del debate que en mi opinión están desenfocados y ofrezco una ruta alternativa de reflexión sobre los mismos. De alguna manera, aunque sin coordinarnos, ésta nota suma a la primera parte de la nota de María José Álvarez sobre la relación entre academia y política (Asentamientos, Académicos y Política).

De nuevo al problema. En más de un ámbito, recientemente, he asistido a discusiones en que se plantea una oposición entre investigación orientada a publicarse bajo estándares de referato estrictos e investigación orientada a la pertinencia y el compromiso con nuestro entorno inmediato. En mi opinión, esta oposición es falsa y nos desvía del problema de fondo sobre los estándares de producción científica. La condición necesaria en la generación de conocimiento científico es la validez, y la misma pasa no solo por el método y técnicas utilizadas en el proceso de investigación, sino además por el reconocimiento de estos estándares por la comunidad científica. Esto segundo pasa necesariamente por exponer nuestra pieza de investigación original al arbitrio de miembros de nuestra comunidad, y en este sentido, no conozco un mecanismo más justo que el del doble ciego (ni yo conozco quien evalúa mi trabajo, ni quienes lo hacen saben que es mi trabajo). Por supuesto este proceso no está libre de problemas múltiples que van desde el compromiso ético de las partes de respetar este canon hasta el problema de las preferencias políticas de distintos grupos en nuestras disciplinas que tienden a valorar temas y/o métodos en forma dispar. Sin embargo y sin desconocer estos problemas, no conozco otra forma de validar investigación científica que, proveyendo ventajas similares, permita eliminar estos problemas.

Respecto de la pertinencia del conocimiento científico, debemos ser cuidadosos de no confundir pertinencia con inmediatez. ¿Quién puede atribuirse a uno mismo la capacidad de decidir en base a pertinencia? El avance de la ciencia es un esfuerzo colectivo y paciente en el tiempo. El profesor Harold Hotelling, mientras caminaba por la playa en busca de un refrigerio, notó con curiosidad que los puestos de venta en la misma tendían a agruparse en ciertos puntos en lugar de distribuirse en intervalos similares a lo largo de la costa (lo que lo hubiera hecho caminar menos). Esta observación lo llevó a una intuición y con el tiempo a un artículo sobre competencia entre pequeños emprendedores que la revista The Economic Journal decidió publicar en 1929. Este trabajo, lejos de su (percibida) pertinencia inicial (e inmediata), se convirtió en la piedra angular de una de las teorías más importantes para el análisis de las contiendas electorales: la teoría del votante mediano.

En mi opinión, en lugar de oponer pertinencia con validez, un punto de partida más adecuado puede ser el propuesto por Giovanni Sartori, quien siguiendo a Wright Mills, advierte sobre el riesgo de caer en los dos extremos de un continuo analítico respecto de la capacidad del investigador de dominar teoría y métodos de su disciplina. En un extremo se encuentra el científico que, teniendo dominio experto sobre algunos métodos y técnicas trabaja solamente sobre preguntas que se puedan responder mediante los mismos, cercenando así su capacidad de hacerse preguntas relevantes. En el otro extremo se encuentra el científico que no hace ciencia porque no ha logrado una reflexión profunda sobre los estándares metodológicos de su disciplina. Este tampoco logra formular preguntas relevantes. En ambos casos el problema de fondo es metodológico. Las ciencias sociales tienen una caja de herramientas metodológicas sumamente rica y variada, lo que exige al cientista social una mirada abierta y desprejuiciada, al tiempo que una inclinación constante a mantenerse actualizado tanto en la teoría como metodológicamente. Respecto a la pertinencia de la propia investigación, ésta no depende de la pregunta o método de investigación, sino de las aplicaciones posteriores que uno mismo u otros puedan hacer del conocimiento generado, en el contexto y tiempo en el que uno trabaja, u otros muy diferentes.

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Hotelling, H. "Stability in Competition", 1929, Economic Journal.
Collier, D. and J. Gerring. 2009. Concepts and methods in the social science: the tradition of Giovanni Sartori. Rutledge.
Wright Mills, C. 1959. The sociological imagination. Oxford University Press.
*Esta nota está basada en una reflexión personal plasmada en un artículo presentado en la reunión inicial de la Red de Economía Política de América Latina en Santiago de Chile en 2013, así como el debate e intercambio constante con diversos colegas de muy diversas disciplinas, a quienes debo gran parte de mi reflexión personal sobre este tema.

Asentamientos, académicos y política [1]


Vista aérea del asentamiento Acosta y Lara, en Carrasco  N.
La relación entre academia y política no es de las más fáciles. A los académicos nos gustaría que nos tuvieran más en cuenta. A los políticos y hacedores de política que escribiéramos más claro, de forma más contundente, y sobre temas más relevantes. Hace unos meses hubo al respecto un debate interesante iniciado por Nicholas Kristof, columnista del New York Times[2]. En su nota, titulada “Profesores, los necesitamos!” Kristof sostiene que, más allá de excepciones, hay cada vez menos  “intelectuales públicos” en las universidades americanas. Entre las razones de este fenómeno menciona el fomento, desde los programas de doctorado, de una cultura de la ininteligibilidad que mira con desdén tanto a la audiciencia como el impacto. También hace referencia a la creciente presión de las instituciones universitarias hacia las publicaciones en revistas arbitradas (dirigidas a una audiencia puramente académica y generalmente pequeña dada la especialización del lenguaje, las metodologías y las temáticas). Para muchos profesores, tener impacto público implica distraerse de la “investigación de verdad” ya que ese esfuerzo no tiene ningún valor a la hora de su ascenso en la carrera académica. Este mismo diagnóstico ha llevado a diversos académicos norteamericanos a generar discusiones en torno a la Sociología Pública, por ejemplo[3]. 
            En nuestro medio este divorcio no es tan grande. Esto ocurre por diversas razones que no voy a profundizar aquí pero que incluyen, entre otras, una no muy halagüeña, que es un mercado pequeño de universidades y la imposibilidad (al menos hasta hace poco) de vivir sólo de ser profesor universitario. También por el compromiso político de muchos profesores o las relaciones personales con el mundo político. Así, es común escuchar a profesores “tertuliar” en radio, explicar diversos fenómenos en televisión o prensa, trabajar como consultores diseñando, implementando o evaluando políticas públicas y hasta ocupar cargos de poder político incluso de elección popular. En Uruguay, no es entonces tan raro que el mundo político y el académico se acerquen.
            Sin embargo, esa cercanía no está excenta de problemas de comunicación. En el pasaje de las ideas académicas a las ideas políticas es preciso simplificar mensajes para llegar a audiencias más amplias, para hacer diagnósticos claros y, algo que aterra a muchos académicos, para jugarse por soluciones efectivas. En ese pasaje, muchas veces se pierden piezas interesantes del rompecabezas complejo que suele ser la realidad. Esto, que es intrínseco a la traducción de lo técnico o académico a lo político, muchas veces ocurre con una intencionalidad clara: justificar académicamente una idea política preestablecida. La ciencia actúa entonces como un mecanismo poderoso y supuestamente neutral de justificación de una idea.
            Esto último, que aclaro no es raro y forma parte del hacer estratégico de lo político, fue lo que sucedió en semanas pasadas con algunos de los resultados de mis investigaciones sobre la historia de la ciudad informal en Montevideo. Se tomaron frases de un artículo de mi autoría fuera de contexto para hacer afirmaciones con valor político acusatorio. En diversos medios de prensa, el asesor de campaña de Luis Lacalle Pou, el filósofo y profesor Pablo da Silveira (colega a quien no conozco personalmente pero que siempre he admirado por su productividad, inteligencia y capacidad de provocación) se apoyó en mi investigación para afirmar que el Frente Amplio había sido el responsable del aumento de los asentamientos irregulares en la ciudad de Montevideo. El editorial del diario El Pais del 15 de marzo comienza citándome para hacer la misma afirmación y decir que “la izquierda” ha mentido cuando dice “que la culpa de este fenómeno se debió a la política liberal del gobierno de Luis Alberto Lacalle”.
            Como académica interesada en los asuntos del país y primordialmente en temas de desigualdad urbana que creo muy relevantes más allá de la academia, no deja de agradarme que me lean, que las horas solitarias de trabajo de campo y escritura tomen una vida más colectiva. Pero no en esa forma tan parcial. Como dice un amigo, esa lectura me hace pasar del anonimato al desprestigio en un abrir y cerrar de ojos. Pero, sobre todo, deja una impresión falsa o al menos muy parcial sobre lo que sucedió. En esta nota quisiera aclarar mi argumento respecto al rol de la política partidaria en la formación de asentamientos irregulares pero, primordialmente, aprovechar, en este momento de campaña de cara a las elecciones de fin de año, para poner sobre la mesa algunas ideas sobre desigualdad urbana, con la esperanza de que el tema esté en la agenda del próximo gobierno.


ASENTAMIENTOS Y POLITICA
           
En la última década del siglo XX la ciudad de Montevideo sufrió cambios drásticos. El número de barrios informales creció como nunca en la historia de la ciudad. Solo en los quince años que van entre 1985 y 1999 se formaron más de 200 asentamientos irregulares, es decir más de la mitad de todos los asentamientos que hoy en día albergan a un 10% de la población de la ciudad. Este crecimiento ocurrió, sorprendentemente y a diferencia de otras ciudades, sin migraciones rurales ni internacionales. Muchos de esos barrios, por otra parte, se formaron a partir de invasiones organizadas, es decir, mediante un proceso en el que un grupo identificó un terreno disponible, lo invadió, trazó calles y lotes, negoció con las autoridades y se organizó para demandar servicios públicos. ¿Qué explica este crecimiento acelerado y qué explica la modalidad de tomas organizadas?
            La respuesta no es fácil. Los fenómenos sociales son siempre multicausales. Pero desde que siendo una estudiante de grado allá por 1998 me acerqué junto a mis compañeras y a través del APEX-Cerro, a la realidad de estos asentamientos, me dí cuenta de que allí había más que falta de vivienda o de trabajo estable y digno. Que la historia no se entendía en su totalidad si solamente  poníamos el énfasis en las grandes necesidades que esta población tenía y que la habían llevado a dejar la ciudad formal.      La organización comunitaria y la relación directa con organismos estatales y con políticos me llamaron la atención. La permanente referencia a diversos personajes de la vida política contradecían el discurso permanente de “nosotros somos apolíticos”, que escuchaba de la boca de líderes y residentes ordinarios permanentemente. Más que apolíticos, aparecían como hiper-políticos cuando contaban la historia de creación del barrio y cómo habían conseguido los servicios para el barrio.
            Lo que encontré fue parecido a lo que Robert Gay señala en su trabajo sobre favelas en Rio: “sin duda son víctimas, pero no inocentes. De hecho, existe creciente evidencia de diversos contextos, de que los pobres urbanos han sido activos, organizados y agresivos participantes en el proceso político y que las organizaciones populares, en particular, han tendio un impacto significativo en la relación entre los pobres urbanos y las elites políticas”[4].  Me enfoqué entonces en esa relación entre barrios informales y política, que más allá de las causas estructurales permitían ver la agencia, la minucia de las interacciones que habían generado la ciudad informal.
            El aumento de los asentamientos en la ciudad está cierta y primariamente asociado a la precarización del empleo ocurrida a partir de la aplicación de medidas de liberalización económica, a la insuficiencia e ineficacia de las políticas de vivienda y planificación urbana en general (problemas de funcionamiento del mercado de terrenos urbanizables, liberalización del mercado de alquileres,  excesivas garantías necesarias para alquilar, descoordinación de acciones dirigidas a la regularización de asentamientos ya existentes). Sin embargo, mi sospecha era que había algo más en esa historia.
            Observé esa relación entre informalidad urbana y política en el largo plazo. Siguiendo la tradición de estudios de acción colectiva y movimientos sociales inaugurada por Charles Tilly, Sydney Tarrow y Doug McAdam, me concentré en reconstruir el ciclo de invasiones de tierras en la ciudad. A partir de una reconstrucción muy artesanal, basada en archivos locales, datos secundarios existentes y entrevistas con líderes de ocupaciones, políticos, trabajadores del estado en lugares de relevancia, actas, etc., pude encontrar la fecha exacta o aproximada del comienzo de la mayoría de barrios informales. Pude ver momentos de picos y momentos de latencia en ese ciclo. Y pude también contrastar ese ciclo con datos sobre pobreza, desempleo, salario real, mercado de alquileres y ciclos electorales. En base a eso, y al estudio más en detalle de 25 barrios, concluyo que a) es más probable que se formen barrios informales en tiempos de necesidad socioeconómica, pero que b) la necesidad socioeconómica es condición necesaria pero no suficiente para la formación de nuevos barrios (durante la crisis de 2002 no se formaron nuevos asentamientos en Montevideo sino que se densificaron los existentes); variables político-electorales intervienen en esa relación. Las ocupaciones organizadas ocurren en democracia, han sido más frecuentes en años electorales y, particularmente, lo fueron en tiempos de gran disputa por los votos de sectores populares de la ciudad, entre la salida de la dictadura y el año 2000.
Por poner un ejemplo lejano en el tiempo, el barrio Casabó es la primera ocupación organizada de la ciudad. Surge tempranamente, aproximadamente en 1965, y fue una ocupación planificada desde su origen, con vínculos estrechos con el Partido Colorado. A pesar de no surgir en año electoral, el barrio logró el mayor reconocimiento estatal en la historia de la ciudad informal en Uruguay, en agosto de 1971,  justo antes de las elecciones de noviembre de ese año. Se trata de una ley (14006) que aunque nunca se ha cumplido en su totalidad, reconoce la propiedad de los vecinos ocupantes sobre la tierra y promete que el estado va a proveer servicios.
Más recientemente, hubo un pico de ocupaciones organizadas en los años 1989, año electoral, y 1990, año en el que Frente Amplio asume la Intendencia Municipal de Montevideo. Y hubo otro pico, menor, en 1994 y 1995. Mi explicación es que el ascenso del Frente Amplio en el electorado capitalino y la llegada al gobierno municipal generó incentivos de todos los actores de la política para no reprimir y, en algunos casos, facilitar la formación de nuevos asentamientos. Esto ocurrió en un contexto en que los bienes clientelares del pasado como jubilaciones y empleos ya no estaban tan disponibles en el marco del achicamiento del Estado, y los bienes que estos barrios necesitaban (predios, información, servicios, etc.) eran de los pocos que los partidos todavía podían repartir. Los líderes de muchos de los barrios formados por esa época, principalmente los más organizados, tenían contactos con dirigentes de varios partidos, en general con varios a la vez. Esto es interesante porque durante esa época tenemos a todos los partidos en posiciones de poder relevantes para el tema (por ejemplo, en 1990 y 1991 tenemos al Partido Nacional en el gobierno nacional, Partido Colorado en el recientemente creado Ministerio de Vivienda y Frente Amplio en la Intendencia).
La competencia por los votos de los sectores populares de la ciudad fue encarnizada durante este período de democratización y ascenso electoral de la izquierda, y los asentamientos, como lugares de concentración espacial de la pobreza, se convirtieron en escenarios de pelea electoral. Políticos de todos los partidos, si bien en ningún caso programáticamente, intentaron acercarse a los líderes populares. Por ejemplo, uno de los asentamientos de Colón comienza, según cuentan los primeros residentes, en el año electoral 1989, a partir de una candidata a edila por el Partido Nacional que sugiere que ese terreno privado puede ocuparse. Pero más tarde reciben ayuda de ediles del Frente Amplio, del Ministro de Vivienda Juan Chiruchi y también del Partido Colorado.
Para el Frente Amplio, hasta entonces un partido principalmente de estratos medios, esto era una novedad. Tuvo que acercarse a líderes locales tradicionalmente vinculados a redes políticas de los partidos tradicionales, particularmente de las fracciones más populistas del Partido Colorado. Sobre ello, un miembro del Partido Socialista involucrado en la formación de varios asentamientos durante la década de los 90s me decía:
– Bueno, pero eso tiene que ver con otro debate que tuvimos en la interna de la izquierda, yo siempre partí de la base que la militancia de izquierda es sectaria, y más cuando nací yo en los 70, no? Es decir, este, tú tenías que fumar La Paz Suave, usar el pelo largo, tener botas, Montgomery, vaquero, este…. escuchar a Los Olimareños, Viglietti y Numa Moraes. Los Beatles eran de la pequeña burguesía. (…) [Pero] tu no podés ganar [gente] sobre la base de “tomá acá están las Tesis de Abril, léetelas y después me decís”. (…) Ese fue un gran trabajo. [¨Los líderes de barrios periféricos] eran de Derecha, pero de Derecha, anticomunistas. Hoy son todos militantes de izquierda, es decir, a mi eso me parece un logro espectacular, y fue producto de que nos embarramos con la gente.  ¿No? Es decir que no fuimos con el librito, no, no, tuvimos la ocupación, defendimos, trabajamos, vimos y aprendimos, aprendimos también, porque esa historia de que yo vengo y soy el que las tengo todas, no.

Además de la competencia electoral por los votos populares de todos los partidos hubo otros dos mecanismos que facilitaron la creación de nuevos barrios en torno a 1990. Por un lado, el FA en el gobierno municipal constituyó una oportunidad política para grupos con necesidad de vivienda que veían en esta fuerza política un gobierno amigo, un aliado influyente que los iba a ayudar,  principalmente si estaban organizados. Y de hecho los ayudó. La descentralización ofreció una apertura a nuevas demandas y nuevos sectores. Y por primera vez en el poder, el FA tenía ahora algunos bienes que podía distribuir y así lo hizo apoyando a muchos asentamientos. Los partidos tradicionales continuaban teniéndolos desde otras áreas del estado (OSE, el Ministerio de Transporte y Obras Públicas y el Ministerio de Vivienda aparecen frecuentemente en las entrevistas). Por otro lado, un tercer mecanismo que, en menor medida, fomentó ocupaciones en este período fue la promoción directa de ocupaciones de tierra por parte de fracciones del FA por razones ideológicas, si bien nuevamente, nunca quedó escrito en los programas (seguramente porque la posición no era compartida por todos los miembros de las fracciones). Para algunos políticos  (ediles fundamentalmente) de facciones como el PS o el MLN, las organizaciones de base en los asentamientos eran parte de la transformación o insurrección necesaria (dependiendo de la fracción). Los asentamientos, siempre que fueran organizados, eran una buena forma de darle uso a tierra vacante, una especie sui generis de reforma de la propiedad de la tierra, de redistribución hacia los más necesitados. 
Muy pronto todos los actores se dieron cuenta de que lo que podía ser una solución habitacional para familias necesitadas o una forma de conseguir votos, se convertiría en un problema enorme para el futuro. Esto explica en parte por qué no hubo una ola de ocupaciones durante la crisis de 2002, por qué no ha habido un nuevo pico y por qué se desalojó con tanta contundencia y con intervención hasta del presidente Mujica a una ocupación organizada en 2011. Además, siguiendo con mi argumento anterior, la competencia por los votos populares ya no era tan fuerte. El Frente Amplio los había ganado.
Si bien la ola de invasiones no duró mucho, sus consecuencias han dejado una huella de fragmentación urbana y social difícil de borrar. Es por ello que veo con muy buenos ojos que el tema de los asentamientos esté en el tapete de la campaña de algunos candidatos. Definitivamente es un debe en la agenda de la ciudad y del país, más allá de los esfuerzos que ya se han hecho. Con una población total que no crece, tenemos ventajas comparativas con otras ciudades de la región que sí siguen creciendo para mejorar las condiciones de vida en los asentamientos y para evitar que más gente viva en ellos.  Más allá de si es posible en cinco,  diez años o más años (tema de debate político hace unos días), me alegra ver en la mesa de discusión planes como el de Asentamiento Cero que propone Lacalle Pou. Me alegra porque plantea continuidad con el manejo integral de la superación de la informalidad urbana que ya se viene haciendo desde el PIAI. Porque plantea tanto la prevención (atención a población vulnerable a irse a vivir a un asentamiento para retenerla en la ciudad formal) como la intervención multidimensional en el territorio, con infraestructura pero también pensando en la inclusión económica y social.
Si bien es muy importante que este tema esté sobre la mesa quisiera ampliarlo. Aún si fuera fácil terminar con los asentamientos rápidamente, no resolvemos sino una pequeñísima parte de los problemas de la ciudad. La mayor parte de los pobres urbanos no viven en asentamientos. De hecho solo una pequeña parte lo hace. Los asentamientos están rodeados de zonas igualmente pobres que no son consideradas asentamientos porque quienes las habitan tienen títulos de propiedad o alquilan a alguien que los tiene. Para esas zonas, es difícil obtener préstamos de organismos internacionales como el que tiene el PIAI. Se trata de una pobreza más invisible pero muy parecida a la de los asentamientos. Me parece importante incluir estas zonas en la discusión.
Por otra parte, aún si pudiéramos acabar con la pobreza en la ciudad, no necesariamente acabaríamos con la desigualdad y su expresión territorial, la segregación. La ciudad modelo de las intervenciones urbanas en zonas deprimidas, de la que tenemos mucho que aprender, Medellín, conocida por la aplicación del “urbanismo social”, es la más desigual de uno de los países más desiguales del continente más desigual del mundo, Colombia. Si bien es muy importante trabajar en intervenciones urbanas, ellas pueden terminar incluyendo en la desigualdad. Claramente es mejor que la exclusión total. Pero la desigualdad y la segregación son problemas que pueden atacarse también desde las intervenciones urbanas (por ejemplo, prestando atención a dónde se construye vivienda social, generando incentivos para barrios que integren a partir de la construcción y el alquiler, etc.) y, fundamentalmente desde otras áreas sumamente importantes como la educación. En Montevideo la segregación educativa se superpone a la segregación residencial. Los resultados educativos varían más según el barrio que según si se asiste a una escuela pública o privada. Si dónde vivís y dónde te educás no deja de determinar tu destino como lo hace hoy, será difícil generar cambios sustantivos en la integración de la ciudad.


[1] Una versión más breve de esta nota apareció en Brecha el 28 de marzo de este año.
[2] Kristof, Nicolas. (2014, 15 de febrero). Professors, We need you! Sunday Review, New York Times. Ver también alguna de las respuestas, por ejemplo:  Voeten, Erik. (2014, 15 de febrero). Dear Nicholas Kristof: We are right here! The Monkey Cage (blog), The Washington Post. 

[3] Ver por ejemplo: Burawoy, M. (January 01, 2005). For Public Sociology. American Sociological Review, 70, 1, 4-28.  
[4] Gay, Robert. 1994. Popular Organization and Democracy in Rio de Janeiro. A Tale of Two Favelas. Philadelphia: Temple University Press.

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