Feliz 2013


Esta es la última entrada del segundo año de Razones y Personas. En 2012 publicamos 48 notas de forma ininterrumpida desde febrero a diciembre. Gracias a todos y a todas quienes pasaron por acá leyendo y comentando. En el mes de febrero retornaremos con el rítmo habitual de una nota semanal cada jueves. Mientras tanto los invitamos a releer y comentar las notas del 2012. Les deseamos un muy buen 2013.

Productividad, innovación, remuneraciones y el maldito mediano plazo


¿Es tiempo de levantar la mirada? El Uruguay del 2012 es muy diferente al del 2006. En estos últimos 6 años hemos tenido tasas de crecimiento económico por encima de nuestro promedio histórico y las estimaciones para 2013 siguen siendo auspiciosas (1). La recuperación salarial ha sido muy exitosa tanto por los niveles alcanzados cuanto por no haber afectado los niveles de empleo (hasta estos últimos meses), haberse dado paralelamente con una mejora en la tasa de informalidad y las condiciones generales de empleo. A un par de semanas del 2013, parece importante poner el énfasis en el mediano y largo plazo. Estamos entrando en una segunda etapa y de ser así debiéramos cambiar la perspectiva desde una lógica de “recuperación” a otra de “sostenibilidad” de mediano y largo plazo. Esta segunda lógica es necesariamente gradual, paciente y presenta mayores desafíos en términos de la transformación de nuestra estructura productiva. Tenemos la no fácil tarea de transformar el crecimiento en desarrollo sostenible (o dicho de otro modo, no volver a perder esa oportunidad).   

Los sistemas que centralizan la negociación salarial a nivel de rama, sector o incluso más arriba, funcionan bajo una lógica de concertación en que se acuerdan estrategias de competitividad de mediano plazo entre empresarios y trabajadores, así como al interior de ambos grupos. Esto no significa que desaparezca la conflictividad, pero sí que deba reducirse al mínimo la lucha cortoplacista por márgenes de ganancia de las partes. En otras palabras, lograr diferir en el tiempo parte de la gratificación para hacerla sostenible. Al menos la evidencia internacional sugiere que aquellos países exitosos en mantener un sistema de negociación salarial similar al nuestro han experimentado una baja significativa y sostenida en los niveles de conflictividad luego de un primer período de estabilización del sistema y el convencimiento de las partes que este es el “único juego posible en el pueblo” (2).

Los sistemas de negociación salarial centralizados son sostenibles, en el mediano plazo, cuando los sistemas productivos logran competir por calidad más que por precio en nichos de alta especialización (3). En términos gruesos, cuando logran sustituir el tipo de cambio por la innovación como estrategia para lograr mejoras productivas. En un país como Uruguay, que tiene grandes problemas de calificación y retención de mano de obra y un sistema productivo no especializado; los salarios así como las rentas empresariales debieran permanecer fuertemente asociadas, en el mediano plazo, a los niveles de productividad sectoriales. En otras palabras, una vez que hemos pasado la etapa de recuperación salarial, es importante comprender que entramos en una etapa en que el gradualismo y la paciencia son nuestros mejores aliados. Sin una progresiva especialización productiva que motive un incremento de la calificación general del trabajo es difícil transitar el camino de la concertación de mediano y largo plazo.

Nos enfrentamos a un tiempo en que debemos actuar con madurez, paciencia y confianza en lograr mayores niveles de productividad, especialización productiva y la concertación de mediano plazo entre las partes. Por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo, y ahí están los principales desafíos que enfrentamos como país –en mi opinión— de cara al objetivo de alcanzar mayores niveles de desarrollo con mayores niveles de equidad.

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  1. CEPAL http://www.elpais.com.uy/121211/ultmo-681212/ultimomomento/cepal-proyecta-un-crecimiento-para-uruguay-de-4-en-2013
  2. Ver el caso de Suecia, Dinamarca, Noruega y Bélgica en G. Ingham. Strikes and Industrial conflict.
  3. Hall, P. y Soskice, D. 2001. Varieties of Capitalism. Oxford university Press, entre otros.
  4. Como Oddone señala en una nota publicada en el Observador -“Tres buenas preguntas sobre la inflación”- el argumento sobre la importancia de la paciencia y el gradualismo se aplica a otros aspectos económicos relacionados al mismo problema de la sostenibilidad del modelo: http://www.elobservador.com.uy/noticia/238834/tres-buenas-preguntas-sobre-inflacion/

Matrimonio igualitario en Uruguay: logro para algunos, para muchos, para todos



“Un momento histórico para los homosexuales uruguayos” titulaba “Espectador.com” el pasado martes  a propósito de la aprobación en Diputados del proyecto de Ley de Matrimonio Igualitario.[1] Y aunque todavía falta la aprobación en el Senado, todo indica que la nueva norma verá la luz sin inconvenientes.
El título me dejó pensando. Las declaraciones de varios activistas pro-derechos de los homosexuales coincidían con el titular. Sin embargo, la aprobación de esta ley satisface a muchos más que a aquellos que se beneficiarán directamente con ella o a quienes estaban férreamente comprometidos con la causa.  Al menos así lo sugieren los datos de opinión pública.

Uruguay es el segundo país en todo el hemisferio con el mayor apoyo al matrimonio homosexual, apenas una décima por debajo de Canadá (67,1 y 67,2, respectivamente).
Argentina, el tercer país con mayor nivel de apoyo al matrimonio entre personas del mismo sexo, está más de 10 puntos abajo (55,4).  Así  lo indican los datos del Barómetro de las Américas 2012, que consultó a ciudadanos de todas las Américas ¿Con qué firmeza aprueba o desaprueba que las parejas del mismo sexo puedan tener el derecho a casarse?”  El Gráfico 1 muestra los promedios para cada país, expresados en una escala de 0 a 100, en la que 0 indica “desaprueba firmemente”  y 100 “aprueba firmemente”.[2]

 En Uruguay, quienes más favorablemente ven el matrimonio entre los homosexuales son los más jóvenes, los más educados, las mujeres, y los que se ubican algo más a la izquierda en el espectro ideológico.[3] 

A pesar de estos matices, el apoyo está muy extendido: el 48,1% de los consultados en Uruguay indicó que “aprobaba firmemente” el matrimonio homosexual, mientras que menos de la mitad, 20,4%, se ubicó en las antípodas, desaprobando firmemente (el Gráfico 2 muestra la distribución de preferencias en torno a la aprobación del derecho de los homosexuales a contraer matrimonio, expresadas ahora en la escala original de 1 a 10 que se utilizó para consultar a los encuestados.  Este gráfico muestra el porcentaje de respuestas correspondiente a cada una de las categorías[4]). 
Según estos datos, entonces, y a diferencia de lo que sucede con otros temas controversiales –como la despenalización del aborto, por ejemplo-  no se encuentra una opinión pública dividida o polarizada, sino una claramente inclinada por la legislación que todo indica pronto entrará en vigencia. En mi opinión, esto sugiere que el titular antes mencionado se queda corto. De concretarse la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario, se tratará de un logro histórico para los homosexuales y activistas pro-derechos de las minorías sexuales, pero también será un logro para la mayoría de los uruguayos, que consideran que se debe conceder tal derecho. Y, en la medida en que la aprobación de esta ley alinea el accionar de los representantes con las preferencias de sus representados, contribuye a mejorar al menos una de las dimensiones de la calidad de la representación política, lo que constituye un activo para el sistema político en su conjunto. Y eso puede ser visto como un logro para todos (incluso para aquellos que se oponen a la medida).  
En otro plano (moral y/o jurídico, según se lo mire) también hay otro logro que puede considerarse que es para todos los uruguayos: con la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario se estará dando cumplimiento al mandato constitucional de igualdad ante la ley sin otra distinción que la de los talentos o las virtudes.


[2] Estos y otros datos del Barómetro de las Américas 2012 pueden consultarse en el sitio web de LAPOP (http://www.vanderbilt.edu/lapop/)
[3] Según resultados de análisis multivariados no mostrados aquí, disponibles a los interesados contactando a la autora.
[4] Cuando estas categorías se recodifican en la escala de 0 a 100,  y se calcula el promedio para Uruguay, se obtiene el promedio de 67,1 mostrado en el  Gráfico 1.  Se trata, entonces, de la misma información analizada de dos modos diferentes. El Gráfico 1 permite la comparación regional, mientras que el Gráfico 2 ayuda a visualizar la distribución de preferencias en Uruguay.

Servicios de cuidado y equidad de género ¿vale la pena invertir?


La necesidad de brindar soluciones a la creciente problemática de cómo conciliar la vida familiar y laboral es un tema en la agenda de la mayoría de los países de la región. En nuestro país, la necesidad de avanzar hacia un Sistema Integral de Cuidados fue incluido en el programa de gobierno y ha estado muy presente en la agenda de políticas sociales. En el último año, además, el tema cobró particular relevancia en un contexto de insuficiencia de mano de obra.

En este marco, la provisión universal de educación preescolar o de servicios de cuidado cuando se trata de niños más pequeños, aparece como una opción de política que, aunque difícil de alcanzar en el corto plazo, podría configurarse como el objetivo a alcanzar a mediano plazo. No obstante, hay quienes sostienen que la cobertura universal es muy costosa y las ganancias de corto y largo plazo sobre el desarrollo cognitivo de los niños en relación a otras formas alternativas (como el cuidado directo de familiares) es todavía incierta y/o que el efecto sobre la participación laboral de las madres es también muy reducido.

En la medida que muchos países vienen implementando políticas de este tipo desde hace décadas, en los últimos años se ha generado una creciente literatura económica que, aprovechando el carácter de “experimento natural” que ha tenido en muchos casos la forma de implementación de esta política[1], evalúan el efecto de ampliar de forma masiva los servicios de guardería o preescolar (gratuitos o muy subsidiados) tanto sobre la participación laboral de las madres como sobre los resultados educativos de los niños en el mediano y largo plazo[2].

Un primer elemento a destacar de estos estudios es que el efecto promedio de una expansión masiva de servicios de cuidado (gratuitos o muy subsidiados) sobre la participación laboral de las madres es en general modesto e inclusive, en algunos casos, prácticamente nulo. En efecto, si bien la mayoría de los estudios encuentran que los hogares responden ante una oferta de servicios de cuidados haciendo uso del servicio o matriculando a sus hijos en preescolar cuando estos se ofrecen de forma masiva, ello no implica necesariamente que en el conjunto de esos hogares las madres ingresen efectivamente al mercado de trabajo. Por ejemplo, en el estudio realizado para España en el que se evaluó el efecto de universalizar la educación preescolar a niños de 3 años en horario completo (de 9 a 17 hs), se estimó que, en promedio, menos de 3 madres por cada 10 nuevos niños matriculados habría comenzado a trabajar por efecto de la política. En una realidad más cercana, un estudio para Argentina encontró resultados similares (menos de 2 madres cada 10 niños matriculados) aunque en ese caso, como en Uruguay, la educación preescolar se ofrece durante media jornada y mayoritariamente a partir de los 4 años. Estudios similares para Estados Unidos, Francia y Noruega, encuentran un efecto aún más modesto o de una magnitud similar pero sólo sobre madres solteras.

Una primera explicación de estos resultados tiene que ver con que en muchos casos un porcentaje elevado de mujeres con niños pequeños a cargo ya se encontraba trabajando antes de la política y por tanto la oferta de plazas públicas vino a sustituir otras opciones de cuidado (ya sea de guardarías privadas, de familiares o de cuidadoras a domicilio). Esta es claramente la explicación para el caso de Noruega o Francia por ejemplo, pero no para el caso de España donde antes de la implementación de la política sólo un tercio de las mujeres con niños de 3 años a cargo se encontraba trabajando. Otra posible explicación podría ser que, al abaratarse el costo de cuidado de los niños, las mujeres decidieran tener más hijos y por tanto salieran del mercado de trabajo o demoraran su reinserción laboral. Si bien el efecto sobre la fecundidad media es más difícil de medir, tampoco se encontró efecto sobre la decisión de tener hijos para el caso de España[3].

¿Qué explicaría entonces la baja respuesta de las mujeres ante el levantamiento de tan importante restricción para insertarse en el mercado de trabajo? Entre las posibles hipótesis se encuentran fundamentalmente dos: 1) la persistencia de un enfoque de familia tradicional, que aún cree que el hombre es quien debe salir a ganar el pan, 2) la falta de ofertas laborales flexibles que se adecuen a las necesidades de hogares con niños pequeños. Para el caso de España, al menos, existe evidencia a favor de ambas hipótesis.

En lo que respecta a los efectos sobre los desarrollados cognitivos de los niños, los resultados son menos controversiales, al menos en edades de 2 a 5 años: en general se encuentran efectos positivos en el mediano y largo plazo, ya sea que la oferta de plazas venga a sustituir cuidado informal no parental (como en el caso de Noruega) o cuidado maternal (como en el caso de España) o una combinación de ambos (como en el caso de Argentina).

Tal y como se podría esperar, los efectos positivos encontrados tanto sobre la participación laboral femenina como sobre los resultados de los niños provienen de los hogares más desfavorecidos. En efecto, en términos de participación laboral femenina, aún de manera limitada, quienes responden a esta política son principalmente mujeres con niveles educativos medios y bajos, indicando que efectivamente la falta de servicios de cuidado opera en cierta medida como una restricción para la inserción laboral de este grupo de la población femenina. Asimismo, los efectos positivos en promedio sobre los resultados educativos de los niños son explicados principalmente por aquellos que provienen de contextos más desfavorables.

Tres aspectos me interesan destacar a partir de la evidencia presentada. En primer lugar, proveer servicios de cuidado podría no ser suficiente para que las mujeres con niños pequeños a cargo accedan efectivamente al mercado de trabajo. Este aspecto es discutido en el Panorama Social para América Latina publicado por CEPAL en 2011: el decidir dedicarse a cuidar a los hijos, padres o familiares enfermos podría ser para muchas mujeres una consecuencia de la falta de oportunidades laborales adecuadas, sin que sea la presencia de dependientes a cargo lo que determina su no participación en el mercado laboral. Para el diseño de las políticas, este punto es clave. Si efectivamente fueran las actividades de cuidado una restricción de acceso de las mujeres al mercado laboral, las políticas deberían centrarse en la provisión de cuidado formal. Si en cambio es la falta de oportunidades laborales las que determinan que ciertos grupos poblaciones renuncien a participar en el mercado de trabajo, el énfasis debería estar en las características de esos grupos poblaciones y sus posibilidades de inserción laboral, y no tanto en la provisión de servicios de cuidado, ya que aún teniendo opciones disponibles, estos individuos no podrían modificar su situación laboral.

En segundo lugar y no menos importante, aún en un contexto de acceso a servicios de cuidado y/o de oportunidades laborales adecuadas, podrían quedar muchas barreras culturales por superar en cuanto al rol de la mujer en la sociedad para lograr una inserción efectiva de estas mujeres en el mundo laboral.

En tercer lugar, y a pesar de lo señalado anteriormente, aún podría ser rentable invertir en la provisión de servicios de cuidado en la medida que existe evidencia a favor de un efecto positivo sobre el desarrollo de los niños en el largo plazo. Si bien es cierto que quienes responden son en definitiva los hogares de bajos ingresos, el involucramiento directo del Estado serviría para garantizar el acceso a servicios de igual calidad para todos. Si bien la provisión por parte del sector privado muy bien regulada es una alternativa, hay que tener en cuenta que el control efectivo de la regulación también tiene un costo y que, desafortunadamente, los gobiernos muchas veces fallan en hacerla cumplir, como es evidente en esta noticia de hace algunos años: Las guarderías en Uruguay: solo el 20% cumple con la legislación.


*Agradezco los valiosos comentarios de Ivone Perazzo con quien estamos comenzando a desarrollar un proyecto de investigación sobre esta temática en Uruguay.


[1] Por ejemplo, cuando la política es implementada a diferente ritmo en distintas regiones de un país por motivos no relacionados con el resultado que se quiere medir, ello permite contar con un grupo de tratamiento y de control adecuado para evaluar de manera robusta el efecto de la política.
[2] Por estudios basados en experimentos naturales que analizan el efecto sobre la participación de las madres véanse por ejemplo: Schloser (2006) para Israel, Berlinski y Galiani (2007 y 2009) para Argentina; Nollenberger y Rodriguez-Planas (2011) para España, Cascio (2009) para Estados Unidos y Goux y Maurin, (2010) para Francia; y Havnes y Mogstad, 2011) para Noruega. Por estudios que analizan el efecto sobre la participación de los niños, véase por ejemplo: Fitzpatrick (2008), Gormley y Gayer (2005) para Estados Unidos; Datta Gupta y Simonsen (2010), Havnes y Mogstad (2011) para países nórdicos, Berlinski, Galiani and Gertler (2009) para Argentina, Dustmann, Raute y Schönberg (2012) para Alemania y Felfe, Nollenberger y Rodriguez-Planas (2012) para España.
[3] Los otros estudios, no exploran cómo pudo haber afectado esta política a la decisión de tener más hijos, excepto el realizado para Israel en el que tampoco se encuentran efectos sobre la fecundidad.

¿No es la hora de la clase media?


Al igual que ha ocurrido en varios países de América Latina, en los últimos años se ido instalando en el Uruguay un interés creciente por las clases medias. Los logros en la reducción de indigencia y pobreza y en la mejora en varios indicadores laborales en han ido permeando la agenda académica, que comienza a plantearse la necesidad de estimar el crecimiento de los sectores medios y explorar su composición, incorporando en esa mirada el análisis sobre las familias que recientemente han ido engrosando sus filas.

El mundo académico se está produciendo muchos estudios sobre las clases medias en la región (*). En Uruguay, algunas investigaciones indican un incremento destacable de la clase media en la última década, también un proceso de mayor heterogeneidad. Acompañando este hecho se ha activado un debate metodológico interesante, sobre las distintas opciones para la medición de la clase media y también sobre qué significa, en el Uruguay de hoy, pertenecer a este estrato social (**).

Sin duda, el tema como objeto de estudio es interesante y muy relevante para un país donde la enorme mayoría de sus ciudadanos se define como de clase media. Lo que me preocupa es que este impulso en la acumulación académica se traslade a una idea de que es necesario que las políticas públicas en el área social se orienten hacia ese sector.

Desde varios ámbitos se ha ido consolidando un discurso que plantea a los  sectores medios como un grupo social relegado por las políticas públicas frente a otros más vulnerables, en quienes se han ido enfocando políticas emblemáticas en los últimos años, como las Asignaciones Familiares y otras iniciativas que impulsa o coordina el Ministerio de Desarrollo Social. Desde esta mirada se sostiene que la clase media es el “jamón del sándwich” que no está cubierto por esta batería de políticas pero que tampoco tiene ingresos y recursos suficientes como para optar por opciones privadas de protección social. Este argumento es planteado con frecuencia cuando se discute de políticas públicas en una gran diversidad de espacios (educación, salud, cuidados, empleo, seguridad social) abogando por un redireccionamiento o reforzamiento de los recursos hacia estos sectores, porque el estado “ya está orientando muchos recursos hacia los sectores más pobres”. También suele argumentarse que la clase media paga sus impuestos pero que, finalmente, son los sectores más pobres y no el estrato medio el que se beneficia de esos aportes.

Quisiera poner algunos datos sobre la mesa para argumentar mi desacuerdo con la promoción de esta idea:

Aunque mucho me gustaría que el Uruguay tuviera saldada su deuda social con la población más vulnerable, lamentablemente esto está lejos de ser asi.

Según estimaciones de la CEPAL (***) casi uno de cada diez hogares uruguayos (9%) no recibe transferencias asistenciales públicas, no cuenta con ningún miembro afiliado a la seguridad social y tampoco percibe jubilaciones o pensiones. Al desagregar este porcentaje, la proporción de hogares que se encuentran en esta situación entre los quintiles de menores ingresos prácticamente duplica a los “desprotegidos” del quintil 3.

Pero aún cuando a través de políticas se lograra resolver esta situación, seguramente esto no permitirá romper con las configuraciones viciosas de déficits educativos, inserciones laborales precarias y tendencias demográficas altamente estratificadas que contribuyen a reforzar sesgos en la forma que se distribuyen los frutos del crecimiento. Sabemos, por ejemplo, que la cobertura de educación preescolar se distribuye en forma muy desigual y sigue siendo en los hogares pobres donde presenta menores niveles, aún en un contexto de expansión de servicios en este ámbito por parte del estado. También es claro que son las mujeres pobres las que mayores obstáculos enfrentan para ingresar al mercado laboral y de esa forma, aportar ingresos al hogar para enfrentar la vulnerabilidad y superar la pobreza. En esta ecuación, por tanto, los niños, los jóvenes y las mujeres de menores ingresos se están llevando la peor parte, lo que refleja los escasos logros que el país está teniendo -aun en un contexto de reducción notoria de indigencia- en el desafío de romper con la transmisión intergeneracional de la pobreza.

De lo anterior no se desprende que las políticas destinadas a la población más vulnerable no sirvan para nada. Pero estaríamos faltando a la verdad si sostuviéramos que éstas han resuelto las configuraciones estructurales de la pobreza. Los resultados sociales que hoy vemos simplemente reflejan lo que, aunque siempre pareció claro, parece estar perdiéndose de vista: transferir dinero a los sectores más indigentes y más vulnerables es un paso gigante, pero es insuficiente para resolver la deuda del Uruguay con la pobreza.

Llevar esto a la discusión de políticas no lleva a redefinir las prioridades hacia la clase media, sino a reforzar el compromiso en el combate a la pobreza, yendo “al hueso” de las raíces que la alimentan y la reproducen.

Más allá de esto, hay otro argumento de peso.  Sería un error sostener que la mayor parte del gasto social en Uruguay está destinado a los sectores más pobres cuando sabemos que el grueso de ese gasto se compone de los recursos destinados a jubilaciones y pensiones que, como también sabemos, tienden a cubrir en mayor medida a los adultos mayores de sectores medios y altos. También sabemos que las políticas “emblemáticas” que se orientan a los sectores más vulnerables –siguiendo con el ejemplo, Asignaciones Familiares- representan, en contraste, una porción ínfima del PIB.  Este punto es importante porque en el discurso sobre la necesidad de priorizar a la clase media, tiende a perderse de vista que históricamente el gasto social en Uruguay ha estado destinado a cubrir justamente las necesidades de, entre otros, estos sectores. Más aún, lo que ha ocurrido en Uruguay en los últimos siete años es un intento –en proceso aún y muy saludable- de ruptura con esta inercia, que no desprotege a la clase media, sino que explícitamente busca proteger más que antes a la población más pobre.  Más aún,  este impulso no solo no desprotege a la clase media, sino que –a través de varias iniciativas -ha impactado favorablemente en ella la clase media, incluso más y antes que en los pobres (dos ejemplos claros de ellos son la reforma de la salud y la reinstalación de los consejos de salarios)

Como lo veo yo, la discusión sobre la promoción de la importancia de cubrir más a las clases medias por ciertas políticas sería irrelevante si los recursos fueran infinitos o si el país tuviera márgenes mucho más grandes para incrementar su gasto social. Pero, como sabemos, los recursos estatales que se destinan al gasto público social son escasos y administrarlos implica tomar decisiones que, si se plantean con un sentido de justicia, deberían buscar compensar desigualdades consolidadas por la acumulación desigual de recursos y el desarrollo desigual de capacidades.

En definitiva, sigue siendo en Uruguay la hora de la clase media, aunque ella no lo note o espere más. Pero mientras 13.7% de la población siga viviendo en situación de pobreza (****), no sería justo que estas esperanzas se tradujeran en nuevas políticas  sociales específicas para ese sector. 

(*) Ver, por ejemplo, Franco, Hopenhayn y León (2010) Las clases medias en América Latina. México: CEPAL-SEGIB-Siglo XXI;  Cruces G., López Calva, L. y Battistón, D. (2011) "Down and Out or Up and In? Polarization-Based Measures of the Middle Class for Latin America," CEDLAS, Working Papers 0113, CEDLAS, Universidad Nacional de La Plata; Ferreira, F. , Messina, J., Rigolini, J., López-Calva, L., Lugo, M. y Vakis, R. (2012) La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América Latina. Washington D.C: Banco Mundial.

(**) Ver, entre otros, Borraz, F. González Pampillón, N. y Rossi, M. (2011) “Polarization and the Middle Class”. Documentos de Trabajo Nro 20/11, Decon, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República, Llambí y Piñeiro (2012) Índice de nivel socioeconómico. Cinve; Veiga, D. (2010) Estructura social y ciudades en Uruguay: tendencias recientes. Ed. FCS  Fac. Ciencias  Sociales, Universidad de la República Montevideo.

(***) CEPAL (2012) Panorama Social de América Latina 2011. Santiago de Chile: CEPAL.

(****) Estimación de la pobreza por el método del ingreso 2011. Montevideo: INE.

Revalorización de la ciencia, la tecnología ¿y la innovación?



Los fondos públicos que destina Uruguay a actividades de ciencia, tecnología e innovación (CTI) se han multiplicado casi seis veces desde 2005 (DICYT-MEC 2012).Desde 2007 funciona un nuevo diseño institucional para la promoción de las actividades de CTI que cuenta con mayores capacidades de gestión y mayor respaldo político que el diseño que existía hasta esa fecha. Esos cambios hablan de una revalorización de los temas de CTI en la agenda política y del respaldo económico para ello. No existe de momento una evaluación global de los resultados de estos cambios, sin embargo diferentes actores destacan que las políticas y programas se han enfocado excesivamente en el componente de investigación científica y han tenido escaso éxito en promover procesos de innovación.


¿Por qué se plantea la exigencia de que las políticas de CTI tengan un mayor impacto en actividades de innovación? Porque desde el inicio el objetivo de los cambios institucionales, legales y presupuestales puestos en marcha estuvo orientado al desarrollo de una política global que vinculara la capacidad de generación de conocimiento con la creación de cambios en la esfera productiva y social. Esto es, con procesos de innovación. Ello no supone negar la existencia ni la importancia de la investigación fundamental y aplicada, sino la inclusión de las políticas de investigación dentro de un marco de políticas de desarrollo socioeconómico.

Lo que argumento en este post es que la concentración de las políticas de CTI en el apoyo a actividades de investigación era un resultado esperable, que las políticas de innovación deben ser mejoradas,  y que sería ingenuo tener expectativas de que en el contexto nacional y en un período tan breve de tiempo se lograra un mayor desempeño innovador.

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En 2007 se crearon el Gabinete Ministerial de la Innovación (GMI) y la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII). El primero -integrado por los Ministerios de Economía, Industria, Agricultura, Educación, la Oficina de Planeamiento y Presupuesto y, más recientemente, el Ministerio de Salud Pública- tiene por cometido la elaboración de objetivos estratégicos y políticas públicas. La ANII, por su parte, se ocupa de la gestión e implementación de programas e instrumentos. Existen debates sobre hasta qué punto las funciones de uno y otro se encuentran claramente separadas y las consecuencias de ello sobre las políticas que se diseñan y aplican, pero ello no es asunto de este post. Lo que interesa destacar aquí es que la nueva institucionalidad jerarquizó la temática de CTI poniéndola a nivel de un gabinete interministerial –anteriormente estaba sólo a nivel de una Dirección del Ministerio de Educación- a la vez que creó un organismo ejecutor que actúa en régimen de derecho privado y cuenta con facilidades para la gestión de fondos públicos, privados e internacionales.

Como fue mencionado, estos cambios estuvieron acompañados de un incremento muy fuerte en el presupuesto destinado a actividades de CTI en general, y también de un incremento de fondos para actividades específicamente de Investigación y Desarrollo (I&D), que casi se triplicaron desde 2006 (RICYT). Este presupuesto está aun lejos del piso de 1% del PIB que se establece a nivel internacional como la base mínima necesaria de inversión en CTI. No obstante, representa un aumento muy significativo para la actividad científica y tecnológica.


Los datos de presupuesto mencionados antes abarcan el gasto público en diversas instituciones. Si miramos específicamente a la ANII, esta Agencia entre 2007 y 2010 ejecutó algo más de 30 millones de dólares. De ese dinero más del 70% de sus fondos en actividades fuertemente concentradas en la formación de investigadores -Sistema Nacional de Becas-, en incentivos a los investigadores -Sistema Nacional de Investigadores, y en oportunidades de investigación -proyectos de investigación. Los recursos destinados a actividades de innovación en empresas u otras organizaciones, así como a actividades de vinculación entre empresas e institutos de investigación es de aproximadamente el 10% del presupuesto. La rendición de cuentas de la ANII presenta lo ejecutado según el objetivo estratégico a que corresponda -considerando los objetivos que fija el Plan Estratégico Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (PENCTI)-  y se publica regularmente en el sitio web de la ANII. Las posibles imprecisiones en los porcentajes mencionados se deben a que la agregación de los montos según objetivo estratégico no se corresponde estrictamente con proyectos de investigación o con actividades de innovación.

Más allá de posibles variaciones menores en los porcentajes mencionados es claro que existe una gran diferencia entre la capacidad de demanda del sistema de investigación científica en relación a la demanda por actividades de innovación.

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Las políticas explícitas de ciencia y tecnología basadas en la promoción de la investigación se conocen desde la segunda mitad del siglo XX y son relativamente sencillas de implementar, si se promueve la excelencia y la pluralidad. Las políticas de innovación –explícitas- en cambio son más novedosas en todo el mundo y son más complejas de implementar básicamente porque además de la generación de conocimiento, requieren de articulación de aspectos económicos y regulatorios, que incluyen la gestión de diferentes tipos de riesgo.

Para el diseño e implementación de las políticas de investigación y para las de innovación existe un cuerpo de gestión capacitado y que cuenta con los recursos necesarios. La diferencia en ambos casos no radica en esto ni tampoco solamente en la mayor complejidad relativa de una u otra área. Creo que una de los principales factores que explican las diferentes proporciones del gasto que se destinan a una y a otra área, radica en que para la política de investigación existe una comunidad objetivo de tales políticas, que está organizada como tal y cuenta con capacidad de acción colectiva. La comunidad de investigadores de Uruguay participa activamente en la definición de la oferta de los programas de C&T. Pero además es una comunidad que – afortunadamente- está cada vez más acostumbrada a participar de formas competitivas por el acceso a fondos para investigar y los investigadores tienen  notoria competencia para constituirse en demanda efectiva de los programas. Creo que esto es muy positivo y está muy lejos de tratarse de un fenómeno de captura de los recursos para CTI por parte de la comunidad académica, sino que es la lógica respuesta de una comunidad académica con capacidad de demanda a un proceso de aumento presupuestal.

En lo que respecta a las políticas de innovación, es escasa la participación de sus potenciales beneficiarios en la definición de la oferta de programas. Además, no sólo se trata de un público objetivo que no tiene hábito, ni a veces las capacidades para constituirse en demandante, sino que muchas veces no es claro que lo que ofrecen estos programas le sea beneficioso. Incursionar en actividades de innovación implica riesgos, no sólo técnicos sino también económicos, y los resultados esperables tienen un horizonte de largo plazo. Según los resultados de las cuatro encuestas de actividades de innovación que se han realizado en la última década en Uruguay, innovar es una actividad relativamente rara en la industria y en los servicios. ¿Qué nos permitiría pensar que en un corto período de tiempo la demanda de fondos para innovar por parte de las empresas habría de incrementarse?

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En síntesis, creo que existe una revalorización de la ciencia, tecnología e innovación, que se expresa en las políticas para la promoción de tales actividades. No obstante las políticas existentes son sumamente perfectibles, y resulta particularmente crítico impulsar el componente de innovación.
El problema de las políticas de innovación no está en una supuesta excesiva capacidad de demanda del sistema científico. Son necesarias más y mejores políticas de tanto de investigación como de innovación. El problema de las políticas de innovación requiere  básicamente fortalecer la demanda de los mismos entre las empresas. Si algo es posible evaluar en este momento es que para que la innovación aumente es necesario pasar de los programas actuales de “ventanilla abierta” a programas proactivos que se definan a partir de problemas presentes en la producción de bienes y servicios. Analizar dónde y para qué se requiere de nuevo conocimiento y definir los mecanismos necesarios para que eso pueda expresarse en una demanda. De esa manera con políticas de basadas en la demanda se contribuiría a revalorizar más la innovación.

Referencias:

www.anii.org.uy
DICYT-MEC (2012) Informe a la Sociedad. Ciencia, Tecnología e Innovación en Uruguay en los últimos años. DICYT-MEC, Montevideo.
Red Iberoamericana de Indicadores de Ciencia y Tecnología (RICYT) Datos por país: http://db.ricyt.org/query/UY/1990,2010/calculados
Imagen tomada de: http://www.imaginaria.com.ar/05/3/bookman.htm




La política a través de los lentes de la fe*



El sábado pasado un grupo de jóvenes mayoritariamente evangélicos y en menor medida católicos llevaron a cabo en Montevideo una marcha en defensa de los valores tradicionales cristianos. Las consignas —como era previsible— incluyeron la condena al aborto (recientemente despenalizado en el país), a la homosexualidad (incluidos el matrimonio y la adopción de niños por parejas del mismo sexo) y al consumo de drogas, entre otros puntos.


La marcha fue convocada para defender los “valores”, así, a secas, y no por ejemplo los “valores cristianos”, o los “valores tradicionales”, o simplemente “nuestros valores”, o lo que fuere, pero era bastante obvio de qué iba el asunto y tampoco existía en los manifestantes intención alguna de ocultar el sustento religioso específico de los valores que estaban siendo reivindicados.

La marcha no fue ciertamente un éxito: no más de un centenar de personas la acompañaron. Muchos piensan que el escaso entusiasmo que generó la convocatoria se debe al carácter teocrático de la reivindicación, es decir, al hecho de que se reclamara una subordinación de la política a un conjunto de valores cuyo fundamento es una fe religiosa particular, una verdad revelada o un texto sagrado.

Sin embargo, no son pocos los uruguayos que ven la política a través de los lentes de la fe. No es verdad que seamos tan laicos ni tan seculares como creemos que somos. En Uruguay las opiniones de las distintas iglesias no son ignoradas en el debate público, más bien al contrario: a veces son tenidas en cuenta en demasía, al extremo de que esas instituciones logran imponer sus visiones particularistas del mundo incluso a aquellos que no formamos parte de congregación ni profesamos fe alguna.

En las democracias contemporáneas las creencias religiosas no siempre están confinadas a la vida privada. Pero deberían estarlo. Hay buenas razones para ello. La principal es que las creencias religiosas son —por su propia naturaleza— esencialmente privadas, no públicas. La fe es un asunto puramente privado: hace a la relación entre el individuo y una supuesta realidad sobrenatural que es públicamente inescrutable. La fe, entonces, no es un asunto público y no puede ser una buena guía para la política. Lo que sigue es un desarrollo de esta idea.

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Las distintas religiones pretenden ofrecer descripciones literales —no metafóricas— de un mundo sobrenatural. El acceso a ese mundo no es público y las pretendidas verdades que puedan decirse de él no están abiertas a escrutinio. No puede mostrarse, en consecuencia, que un dogma religioso cualquiera sea falso, aunque para los creyentes cualquier otra creencia incompatible con ese dogma será necesariamente falsa.

Un cristiano, por ejemplo, jamás convencerá a un judío, sobre la base de algún tipo de evidencia pública, de que Jesús es el salvador, pero está obligado a creer que ese dogma de la fe es literalmente cierto y que todos los que no admitan esa verdad (entre ellos los propios judíos) están equivocados.

Hace unos años, el pontífice romano permitió que se volviera a celebrar la misa según el rito antiguo —es decir, la liturgia anterior al concilio Vaticano II— sin necesidad de un permiso especial. Aprovechó la oportunidad para hacerle también algunas modificaciones muy menores. La liturgia del viernes santo, según el rito antiguo, invitaba en latín a rezar por los judíos para que Dios quitara el velo de sus corazones y así pudieran reconocer a Jesús como el único salvador de todos los hombres. Ese pasaje fue alterado muy ligeramente y en la nueva versión se invita a rezar no para que Dios quite el velo sino para que ilumine el corazón de los judíos a los mismos efectos que antes.

El hecho provocó un pequeño escándalo. Algunos rabinos —italianos y alemanes, sobre todo— se enfurecieron. El nuevo texto litúrgico, a su juicio, apenas maquillaba el pasaje anterior, en que se consideraba a los judíos como un pueblo enceguecido, que debía ser guiado hacia la verdad sobrenatural acerca de Jesús. El enfurecimiento era del todo injustificado si se tiene en cuenta que tres veces al día, todos los días del año, cuando se reúnen en oración en la sinagoga, esos mismos rabinos piden al dios revelado en la Torá que ilumine el corazón de los gentiles, para que un día lo reconozcan como el único dios verdadero.

Así, pues, toda religión describe un mundo sobrenatural con características específicas; esas descripciones pretenden ser literalmente verdaderas. Si Jesús es el hijo de Dios y el cordero dado en sacrificio que quita el pecado del mundo, el cristianismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio cristianismo es falso. Si la conciencia individual (Atman) es un mero reflejo de la conciencia universal (Brahman), el brahmanismo es verdadero y todas las demás religiones son falsas. Caso contrario, el propio brahmanismo es falso. Y así sucesivamente con los distintos dogmas de las distintas confesiones. El problema es que todos esos dogmas describen un mundo que es inaccesible, que no es investigable a través de los mecanismos cognitivos de que disponemos los seres humanos normales. Todos se apoyan en alguna clase de revelación, ofrecida por medios sobrenaturales, en algún pasado más o menos remoto, a personas elegidas especialmente a tales efectos por una deidad específica o varias de ellas. Ninguna de esas revelaciones puede ser sometida a escrutinio público.

Algunos siglos de secularización (todavía muy pocos, por desgracia) han hecho olvidar a la mayor parte de las personas que las religiones no son como el chocolate, el vino o las mujeres, es decir, que no son un asunto de gustos o de preferencias personales, que uno no puede creer lo que se le antoje en forma liviana, alegre y despreocupada, mientras que el resto de la gente anda por allí creyendo también lo que a ellos se les antoje creer. Cuando esta verdad elemental sobre las religiones estaba fresca en las mentes de los hombres, nadie se sorprendía de que un pontífice romano dijera que sólo hay salvación a través de Jesús —¿qué va a decir si no un pontífice romano?— y que los judíos deben aceptar a Jesús en sus corazones para alcanzar la vida eterna, como todos los demás hombres.

No sé de qué temas discuten los creyentes cuando se unen en un diálogo interreligioso, pero sí sé de qué tema no discuten: no discuten de religión. No lo hacen porque la religión no puede ser discutida. Se la toma o se la deja, pero no se la discute. No se discute si Jesús es el cordero dado en sacrificio; no se discute si Israel es el pueblo elegido; no se discute si Alá es el único dios o hay otros o eventualmente no hay ninguno. En fin, las creencias religiosas se toman o se dejan. No se las acepta tentativamente —como se aceptan, por ejemplo, las hipótesis científicas—, hasta que un día quizás se descubra que son falsas. Simplemente no se puede descubrir que una creencia religiosa es falsa. Las religiones no están abiertas a ninguna forma de refutación. Sin embargo, tampoco constituyen gustos o preferencias personales. Pretenden ser descripciones literalmente verdaderas de una supuesta realidad trascendente. Pero el fundamento de esas descripciones es puramente privado, igual que los gustos y las preferencias personales. Las diferencias religiosas se pueden tolerar, pero no se pueden zanjar por medio de la argumentación.

Esa es la razón por la cual las religiones no pueden tener jamás un protagonismo en los asuntos públicos; al menos un protagonismo que sea legítimo. Esto no quiere decir que las iglesias deban ser perseguidas o que sus fieles deban ser hostigados. Cada quien es libre de creer lo que quiera, incluso historias fantásticas sobre deidades y sus alianzas con los hombres, profetas, vírgenes que dan a luz, conciencias cósmicas y demás asuntos sobrenaturales. Lo que el Estado debe asegurar es que nadie sufra persecución por creer lo que sea que crea. Y punto. Nada más. Las creencias privadas se quedan en la vida privada y las otras se confrontan en los espacios públicos.

Uno de los participantes de la marcha del sábado portaba orgulloso un cartel que decía: “Dios no cambia”. Es verdad. Y también es verdad que las creencias religiosas tampoco cambian. Son inmutables e inescrutables. Y también son esencialmente privadas. En ese ámbito deberían quedarse.

* Este texto es una versión modificada y actualizada de la columna “La fe no es un asunto público” que apareciera previamente en el semanario Brecha.

Sobre el voto obligatorio en Uruguay


No cabe duda que hay que cambiar muchísimas cosas en Uruguay. Tenemos instituciones y prácticas que necesitan serias revisiones. Sin embargo, aquí quiero detenerme en algo que hemos hecho muy bien durante algún tiempo: mantener la obligatoriedad del voto o mejor dicho, la obligatoriedad a participar en las elecciones. Actualmente, una minoría de países cuentan con un sistema de voto obligatorio.i Participar mediante el voto es voluntario en la mayoría de las democracias del mundo, aún cuando los niveles de votación y participación ciudadana en política parece descender año tras año.

Existe una literatura extendida en ciencia política que revisa los argumentos para defender tanto el voto voluntario como el voto obligatorio.ii El argumento normativo más utilizado para defender el voto voluntario dice que votar es un derecho y no una obligación. La idea es que cada ciudadano es libre de elegir participar o no en la principales decisiones democráticas de su comunidad política. En ese sentido, se sostiene que un esquema de voto obligatorio representa una interferencia en nuestra libertad de elección. Si en vez de votar en las elecciones nacionales, yo prefiero quedarme en mi casa, nadie debería obligarme a hacer lo contrario. El voto obligatorio, dicen sus detractores, no es otra cosa que una violación de la libertad individual y por ende una violación a los principios básicos sobre los cuales se fundamenta cualquier régimen democrático. Asimismo, otros sostienen el argumento empírico (aunque difícil de medir) sobre la existencia de una mayor probabilidad de votante que voluntariamente vota este más informado -y por tanto tome mejores decisiones- que el votante que obligadamente debe concurrir a las urnas. De esa forma, aún cuando pocos voten, estos serán en proporción votantes más informados y capaces de tomar mejores decisiones.iii

Pero tenemos algunas razones para dudar de la fuerza de estos dos argumentos. Para empezar, existe una preocupación importante sobre la calidad de los sistemas democráticos en el mundo. Precisamente, la participación política (ya sea mediante el voto u otra actividades) es una de las variables que se considera esencial para evaluar la salud de los regímenes democráticos. La apatía y el descreimiento con el proceso democrático se puede ver claramente cuando una buena parte de la población no concurre a las urnas. Ese dilema ha producido una importante literatura que explora otras alternativas para acercar votantes tales como la persuasión (explicarle a la ciudadanía la importancia de votar) o crear un sistema de incentivos (básicamente premios por votar, tales como una compensación monetaria u otros beneficios). Por ejemplo, en las elecciones nacionales de 2008 en Estados Unidos, Barack Obama fue elegido presidente con un 53% de los votos frente a un 46% de John McCain. El punto preocupante fue, sin duda, que un 43% de población de potenciales votantes (unos 97 millones de personas) decidieron no votar.

La pregunta evidente es: si es existen diferentes motivos para pensar que es importante que la gente vote y participe en política, ¿por qué no implementar un sistema de voto obligatorio? Como vimos, el argumento normativo a favor del voto voluntario dice que una institución electoral de esa naturaleza interfiere contra nuestra libertad individual. Esto es algo que atentaría contra un principio básico de la democracia como lo es la libertad que cada ciudadano tiene de participar. No obstante, creo que hay al menos dos problemas con ese argumento. El primero es que si bien la libertad individual es un valor primordial en un sistema democrático, hay interferencias que son inevitables siempre y cuando queramos tener una sociedad cuyas instituciones funcionen y sean estables. Por ejemplo, el sistema tributario interfiere con nuestras acciones. Un impuesto es un mecanismo legitimado para tomar dinero de nuestros ingresos. El tema es que sin esa interferencia difícilmente podamos tener acceso a las leyes y al aparato coercitivo que facilita la posibilidad de que tengamos propiedad privada y un salario en primer lugar. El razonamiento con el voto obligatorio es similar. Si votar es una actividad importante para el funcionamiento de la democracia- esa misma democracia que da garantías para que disfrutemos de nuestras libertades individuales- entonces deberíamos tomar medidas que faciliten el funcionamiento eficiente y estable de las instituciones democráticas. Y para hacer eso debemos tomar en cuenta los costos y beneficios de tomar diferentes estrategias motivacionales. Si el costo de un esquema de voto obligatorio en nuestra libertad individual es ir a las urnas un par de veces cada cuatro años, esa carga parece bastante menor en relación a los beneficios que un sistema democrático nos proporciona. Una democracia disfuncional seguramente afecte nuestra libertad individual de formas que son mucho mas costosas que ir a votar un par de veces cada cuatro años.

Claro, el argumento de que el voto obligatorio tiene efectos positivos sobre el funcionamiento democrático es empírico. Aunque existen buenas razones para creer que un sistema obligatorio lleva a los ciudadanos a interiorizarse con el proceso y a tomar mejores decisiones, debemos mejorar los instrumentos para medir esas intuiciones. Lo que resulta claro, sin embargo, es que el argumento sobre los efectos que el voto obligatorio tiene sobre nuestra libertad individual es desmedido. No todas las libertades individuales pueden ser evaluadas con la misma medida. Mi libertad de negarme a recibir la vacuna contra la tuberculosis es menos prioritaria que la libertad y oportunidad del resto de la población a no vivir junto a un potencial foco infeccioso. De un mismo modo, mi libertad de manejar a 160 quilómetros por hora no puede anteponerse a la libertad del resto a transitar por la calle de un modo seguro. Obviamente, en estos dos ejemplos el efecto de mis acciones sobre otras personas son más fáciles de identificar que el efecto que mi apatía y desinterés por votar puede tener sobre mi mismo y sobre el resto de la ciudadanía. En cambio, lo que si es seguro es que un sistema de voto obligatorio bien diseñado incrementa considerablemente los niveles de votación y genera interferencias mínimas en nuestra libertad individual. Decir que aún ese tipo de interferencia es significativamente perjudicial para nuestra autonomía, es llevar el argumento a un extremo difícil de sostener.


iEl numero de países con voto obligatorio es engañoso. Eso sucede porque dos razones. Primero , hay países en donde el voto obligatorio es simbólico (e.g. Costa Rica, Grecia) y tiene poco efecto en el comportamiento electoral de la ciudadanía. Segundo, en otros países es obligatorio votar siempre y cuando uno se haya registrado voluntariamente para votar. Argentina, Australia, Bélgica, Ecuador, Luxemburgo, Perú, Singapur y Uruguay son algunos de los pocos países donde el voto obligatorio es puesto en práctica. Por más detalles ver: http://www.idea.int/vt/compulsory_voting.cfm
iiDos argumentos adicionales a favor del voto obligatorio son: (1) las decisiones tomadas por un gobierno democrático son más legítimas cuando si un amplio porcentaje de la población participa de las mismas. (2) El voto tiene un efecto educativo sobre el comportamiento democrático de los ciudadanos. Cuando el voto es obligatorio, los partidos no tienen que gastar recursos y tiempo intentando convencer a los ciudadanos acerca de la importancia de votar. Aquí no tengo espacio para evaluar la fuerza de estos argumentos. Una clásica defensa del voto obligatorio puede encontrarse en: Lijphart, Arend. “Unequal Participation: Democracy’s Unresolved Dilemma.” American Political Science Review (1997): 1–14. Por discusiones más recientes ver: Engelen, Bart. “Why Compulsory Voting Can Enhance Democracy.” Acta Politica 42, no. 1 (2007): 23–39. Saunders, Ben. “Making Voting Pay.” Politics 29, no. 2 (2009): 130–136. Birch, Sarah. 2009. Full participation. A compartive study of compulsory voting. United Nations University Press. Keaney, E. and Rogers, B. 2006. A Citizen’s Duty: Voter Inequality and the Case for Compulsory Turnout, Institute for Public Policy Research, Disponible en: http://www.ippr.org.uk/ecomm/files/a_citizens_duty.pdf.
iii Otro argumento empírico contra el voto obligatorio es que este tipo de sistema puede llevar a una situación electoral en donde los ciudadanos no se preocupan por qué opción terminan votando. Eso lleva a un gran numero de votos al azar y de votos en blanco.


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