Si hay vacantes, ¿por qué no promover la formación correspondiente?


De acuerdo a dos noticias publicadas esta semana, nuestro sistema educativo presenta una interesante paradoja. Por un lado, completar Ciclo Básico no resulta redituable para los jóvenes de nivel socio-económico bajo, debido a la baja calidad de la educación recibida y a la alta probabilidad de repetición (Rossana Patrón, 2011). Esto explica que la inversión sea demasiado costosa para los réditos que los jóvenes podrían obtener en el mercado laboral. Por otro lado, nos encontramos ante una importante carencia de docentes para enseñar en nuestras aulas. Según el secretario general de la Federación Uruguaya de Magisterio, Gustavo Macedo, (magisterio) “es una carrera en la que uno se recibe y tiene un trabajo seguro" (Diario El País, 27 de Febrero). ¿Usted no ve la paradoja?
Si la certeza de contar con un empleo de $25,000 mensuales fuera parte de la ecuación al momento de optar por continuar los estudios o no, entre los jóvenes de nivel socio-económico bajo, ¿usted no cree que los resultados de la ecuación serian diferentes? Claramente debemos invertir en la calidad de la educación, pero sabemos que este proceso no es factible en el corto plazo. Lamentablemente, por cierto. Sin embargo, si a fin de cubrir las vacantes docentes, promocionáramos becas entre estudiantes de nivel socio-económico bajo para que culminen sus estudios en Secundaria y completen Magisterio, ¿Cuántos jóvenes cree que recuperaríamos?
Las políticas educativas sin políticas de empleo complementarias no promueven la igualdad. Continuar invirtiendo en la educación solamente no es redituable para los jóvenes más vulnerables ni para el país. Si de verdad apostamos a evitar la reproducción inter-generacional de la pobreza promoviendo la educación, debemos fomentar políticas de empleo. ¿Qué tal si empezamos por estas becas docentes? ¿Qué tal si empezamos por ofrecerles a estos jóvenes oportunidades reales de empleo, en empleos que son imprescindibles para el país? Sería interesante al menos darles la opción, ¿no le parece?

Fuentes:

A mí sí me importa




Roberto da Matta, antropólogo brasileño, plantea en un viejo artículo que la frase “¿Usted sabe con quién está hablando?” es un ritual en Brasil (da Matta 1979). Es un ritual, argumenta, porque se ejecuta sistemáticamente localizando al hablante y al receptor en posiciones jerárquicas bien distintas, constituyéndose en un marcador de clase que deja al receptor sin demasiadas palabras para responder. Guillermo O’Donnell, politólogo argentino, comparando Rio de Janeiro con Buenos Aires, sostiene que la frase no tendría el mismo efecto en la segunda ciudad. Allí, dice, debido a que se trata de una sociedad mucho más igualitaria que la carioca, el receptor contestaría: “a mí qué me importa” (O'Donnell 1984).
A los uruguayos nos gusta vernos como a O’Donnell le gusta ver a los argentinos. Nos gusta ser ese país de cercanías, donde el peón toma mate con el patrón, donde es raro que a alguien se le diga señor, donde Don Pedro es el jardinero, donde nadie lo mira a uno por encima del hombro, donde al mozo le decimos “jefe”, donde la hija del carnicero va a la escuela con el hijo del profesional universitario, o aun más, donde el carnicero puede ser un profesional universitario. Pero, ¿qué hay de cierto y qué hay de mito en esto?
Seguramente, y aunque no existen muchos estudios sistemáticos que comparen lo que podríamos llamar culturas de clase o tolerancia a la desigualdad, hay algo de cierto en esto. Se siente cuando uno viaja por América Latina. En Colombia fui “doctora” mucho antes de haber terminado mi tesis de doctorado. Y me pasó que una empleada doméstica no quiso sentarse conmigo a la mesa porque se sintió incómoda. Ruben Kaztman, con quien hemos conversado mucho de estos temas, cuenta siempre una anécdota en Lima, donde una viejita blanca, sólo con la mirada, provocó que un mestizo grandote se bajara del ascensor. Más allá de las anécdotas, los diferentes patrones de colonización deben haber tenido algún efecto. La mano de obra siempre fue más cara en Uruguay, donde en un principio no abundaba la población indígena y luego la esclavitud fue abolida tempranamente. La precoz construcción del Estado de Bienestar, con sus leyes laborales y, principalmente, su sistema educativo público, hicieron de Uruguay un país de baja desigualdad objetiva y de baja tolerancia a la desigualdad.  
Sin embargo, muchos años han pasado y esas condiciones de igualdad se han deteriorado. El sistema educativo ya no integra como antes. Los resultados educativos según barrio y tipo de institución muestran grandes diferencias. Los barrios son hoy más homogéneos que antes. Las probabilidades de jugarse un picadito en la calle con alguien bien distinto a nosotros han bajado. No podemos conformarnos con la comparación con el resto de América Latina y seguirnos creyendo el país de cercanías. Esa baja tolerancia a la desigualdad en Uruguay se formó por condiciones que objetivamente nos hacían más iguales. Esas condiciones han cambiado. Y seguramente empecemos también a escuchar más “doctor” y “doctora” si no hacemos algo.

  • (foto tomada por María José Álvarez Rivadulla en un asentamientos irregular de Montevideo en 2006)

Democracia y la pomada del Tigre


Hasta hace no mucho, la “pomada del Tigre” era un producto muy ofertado en el transporte público de Montevideo. Sus vendedores afirmaban que esta pomada era capaz de sanar y aliviar un buen número de dolores y malestares.
El uso que se hace en Uruguay de la idea de democracia me hace acordar mucho a la forma en que la pomada del Tigre era ofrecida. De una forma u otra, se insiste en la idea de que mas democracia es lo que se necesita para mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones claves. Así, se habla de democratizar la educación, el sistema de salud, la cultura y hasta la “convivencia”. Del mismo modo se ha dicho que hay que “transformar democráticamente el Estado” o incluso que se debería diseñar un modelo democrático de “seguridad ciudadana”. ¿Qué tiene de malo hablar de democracia en esos términos? ¿Es esto problemático? En cierta forma sí. Mi cometido en este ensayo es explicar por qué.
Debo hacer dos aclaraciones antes de seguir. Primero, no voy a desarrollar aquí un argumento en contra de la democracia como forma de gobierno; lejos están mis intenciones de eso. Simplemente voy a explicar por qué hay que ser cuidadoso con los usos de la idea de democracia que se hacen a diario. Segundo, mi crítica no se dirige al manejo de la idea de democracia por parte del gobierno de turno sino que tiene un alcance multipartidario. De hecho, todas las sugerencias arriba mencionadas provienen de los programas políticos de los mayores partidos que compitieron por las elecciones nacionales en 2009.
Para empezar, ¿qué es democracia? Si bien existen múltiples definiciones- y por ello sería ridículo extendernos sobre ese punto aquí- una definición minimalista nos dice que en su núcleo duro la democracia es un método para tomar decisiones. Con el método democrático podemos elegir como distribuir diferentes cargas y beneficios en nuestra sociedad. Por ejemplo, en un gobierno democrático los gobernantes son elegidos a través del voto mediante elecciones competitivas. Hacer un sorteo o usar la fuerza son otros procedimientos alternativos para el mismo cometido. Pero más allá de la existencia de competencia y elección, el método democrático usualmente se caracteriza por ser inclusivo: los involucrados deben tener oportunidades iguales y reales de participar y votar.
La idea de democracia tiene un componente de igualdad muy fuerte. El “demos” es el sujeto que decide. Ahora bien, ¿qué significa decir que vamos a democratizar el sistema educativo o el de salud? ¿Significa que más ciudadanos van a formar parte del proceso de decisión en esos ámbitos o simplemente significa que se quiere promover un mayor nivel de inclusión de la ciudadanía en ellos?
Decir que el sistema educativo tiene que ser más democrático en el segundo sentido, supone que debe ser más inclusivo, esto es, que más estudiantes deberían ser incorporados al sistema. Sin embargo, la inclusión de más estudiantes al sistema educativo o de más ciudadanos al sistema de salud o de más beneficiarios a las políticas sociales es un tema de cobertura y no de democracia. Dicho de otra forma, universalizar el sistema educativo o de salud es bien diferente a “democratizarlos”. Que más ciudadanos tengan acceso al sistema de salud no supone que más ciudadanos van a tener acceso a los ámbitos de decisión de nuestras instituciones sanitarias. Es importante hacer esa distinción. Mientras defiendo la universalización de la salud pública, no me parece adecuado que el funcionamiento de las instituciones sanitarias este determinado por el voto o la elección de cada uno de sus usuarios. Eso crearía importantes problemas de eficiencia. Personalmente puedo tener opiniones sobre cómo debería funcionar el sistema de salud en ciertos puntos, pero mi ignorancia sobre el quehacer diario de las instituciones sanitarias hace que incluir mi voz en los procesos de toma de decisión genere más cargas que beneficios. Una cosa es crear mecanismos de rendición de cuentas y otra cosa bien diferente es dar poder decisorio total a los usuarios. El mismo razonamiento lo podemos extender a otras áreas como la educación, la seguridad o las políticas sociales.
La democracia es la mejor forma de gobierno que tenemos disponible. Pero asumir que el modelo de gobierno democrático y su lógica inclusiva debe ser extendido para corregir el funcionamiento de nuestras instituciones públicas es un paso diferente. Con ello se corre el riesgo de terminar legitimando procedimientos y resoluciones ineficientes para los objetivos trazados. Asumamos, por ejemplo, que nuestros objetivos generales en términos educativos son alcanzar mayores niveles de cobertura y calidad. ¿Es razonable pensar que el mejor camino para alcanzar esos objetivos radica en que los involucrados (alumnos, padres, maestros, profesores, funcionarios, etc.) cuenten con una mayor o igual participación en la toma de decisiones? Ciertamente, la existencia de mecanismos de decisión democrática dentro del sistema educativo es importante. Es muy bueno que todos los involucrados puedan ser oídos. El problema surge cuando se piensa que la solución principal ante cualquier falla se encuentra en darle más voto y voz a todos los involucrados. Incluir democracia en la ecuación que busca solucionar nuestros problemas es casi siempre un camino libre de costos políticos. Así llegamos a una etapa del debate público en el que el verbo “democratizar” es ofertado de la misma forma que la pomada del Tigre.



Educación, equidad y la búsqueda del desarrollo


La educación nacional esta estancada en términos de cobertura. Según un informe de UNESCO, dos de cada tres jóvenes no termina la educación media superior (secundaria). Mientras tanto, el país crece a ritmos históricos y nos acercamos a las puertas del desarrollo. Pero, ¿que tipo de desarrollo? Sin lugar a dudas es preferible participar de los nichos más especializados del mercado global por dos razones: la demanda de estos productos fluctúa menos que los productos primarios; y un trabajador mejor calificado es más difícil de remplazar por lo que tiende a estar más protegido y mejor remunerado.
Sin embargo, no hay especialización productiva sin especialización del capital humano. Dos de cada tres jóvenes no termina secundaria y el debate público parece estar centrado en dos dimensiones: la calidad de la educación, y las competencias de los diferentes actores su gobierno. En esta nota me voy a referir a la primera. Necesitamos recuperar a esos dos jóvenes que abandonaron el sistema, pero para eso es necesario abatir la repetición, principal causa del abandono. Están quienes postulan que esta medida atenta contra la calidad de la enseñanza. Esto es cierto, pero Uruguay es el quinto país con mayor tasa de repetición entre los que participan de las pruebas PISA (Informe PISA 2009). Es decir, o los uruguayos estamos entre los más tontos de la muestra, o el instrumento de la repetición se utiliza en forma desmedida. No parece haber otra alternativa lógica.
Personalmente pienso que el instrumento se utiliza en forma desmedida. Más aun, en el largo plazo el precio de la calidad no parece más importante que el de la inclusión social. Jóvenes prematuramente fuera del sistema educativo desencadenan un tiple problema que afecta el crecimiento y la equidad: obtendrán ahora un trabajo mal remunerado dada su falta de competencias; por esto mismo tendrán mayores dificultades para ascender laboralmente; y, en un país que parece estar llegando a cifras de desempleo estructural, empujarán hacia abajo por varias décadas la capacidad productiva del país. Es decir, no integrar a estos dos jóvenes al sistema educativo hoy, producirá menor crecimiento y mayor inequidad mañana. Subrayo el problema de la inequidad.
Esta nota no tiene un final feliz. No es posible mantener la calidad promedio del sistema educativo o incluso mejorarla, al incluir a estos dos jóvenes. Pero mantener la calidad del sistema para beneficio de uno de cada tres jóvenes tampoco parece una decisión sabia en términos ni de crecimiento ni de equidad. En el corto plazo se nos presenta un dilema, es decir que no tenemos una solución que nos satisfaga completamente: ¿perdemos en cobertura o perdemos en calidad? Entonces la respuesta debemos buscarla en el largo plazo, y allí es donde creo que un problema de calidad hoy puede ser revertido más exitosamente –máxime previendo su ocurrencia- que un problema de desafiliación institucional de la juventud (ni estudia ni trabaja) como consecuencia del temprano abandono del sistema educativo. ¿Es entonces el sistema educativo uruguayo un instrumento de equidad? Depende a cuantos eduque.

Hacia un Plan Nacional de Formalización

La informalidad en el Uruguay ha bajado, levemente, en los ultimos a ños, al menos en su definición tradicional: son informales aquellos tr...